Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 84
ese tiempo, el superior, sin cesar de insultar las partes que ofende, se hace masturbar por su doncella.
Después de un cuarto de hora de este frote que me lacera, suelta el émbolo que arroja el agua hirviente a
lo más profundo de la matriz... Me desvanezco. Severino se extasiaba... Había alcanzado un delirio por lo
menos igual a mi dolor.
—Eso no es nada —dijo el traidor, cuando hube recuperado los sentidos—, aquí a veces tratamos estos
encantos con mucha mayor dureza... Una ensalada de espinas, ¡diantre!, con su pimienta, con su vinagre,
hundida dentro con la punta de un cuchillo, eso es lo que les conviene para remozarlos. A la primera falta
que cometas, te condeno a ello— dijo el malvado manoseando una vez más el único objeto de su culto.
Pero dos o tres homenajes, después de los excesos de la víspera, le habían dejado para el arrastre: me
despidió.
Al regresar, encontré a mi nueva compañera hecha un mar de lágrimas; hice cuanto pude por calmarla,
pero no es fácil entender rápidamente un cambio de situación tan espantoso. Esta joven poseía, además,
un gran fondo de religión, de virtud y de sensibilidad, con lo que su estado le parecía aún más terrible.
Omphale tenía razón al decirme que la veteranía no influía en nada en los despidos; que dictados
simplemente por la fantasía de los monjes, o por su temor de algunas pesquisas posteriores, cabía sufrirlo
tanto al cabo de ocho días como al cabo de veinte años. Octavie sólo llevaba cuatro meses con nosotras,
cuando Jéróme vino a anunciarle su partida, aunque fuera él quien más había gozado de ella durante su
estancia en el convento, y hubiera podido quererla y desearla más. La pobre niña se fue, haciéndonos las
mismas promesas que Omphale; tampoco ella las cumplió.
A partir de entonces, sólo me ocupé del proyecto que había concebido desde la partida de Omphale;
decidida a todo por escapar de esa guarida salvaje, nada me asustó para conseguirlo. ¿Qué podía temer
llevando a cabo mi intención? La muerte. ¿Y de qué estaba segura permaneciendo? De la muerte. Y si lo
conseguía, me salvaba. Así que no había nada que discutir, pero necesitaba, antes de esta empresa, que los
funestos ejemplos del vicio recompensado se reprodujeran una vez más bajo mis ojos; estaba escrito en el
gran libro de los destinos, en ese libro oscuro que ningún mortal alcanza a comprender, estaba grabado en
él, digo, que todos aquellos que me habían atormentado, humillado, esclavizado, pagaran incesantemente
ante mis miradas el precio de sus fechorías, como si la Providencia se empeñara en mostrarme la
inutilidad de la virtud... Funestas lecciones que, sin embargo, no me corrigieron, y que, aunque tuviera
que seguir escapando de la espada colgada sobre mi cabeza, no me impedirían seguir siendo siempre la
esclava de esta divinidad de mi corazón.
Una mañana, sin que lo esperáramos, Antonin apareció en nuestra habitación y nos anunció que el
reverendo padre Severino, pariente y protegido del Papa, acababa de ser nombrado por Su Santidad
general de la orden de los benedictinos. Y al día siguiente, en efecto, el religioso partió sin vernos:
esperaban, nos dijeron, otro muy superior en los excesos a todos los que se quedaban; nuevos motivos
para acelerar mis gestiones.
El día después de la marcha de Severino, los monjes se habían decidido a licenciar a otra de mis
compañeras; elegí para mi evasión el mismo día en que vinieron a anunciar la baja de aquella miserable, a
fin de que los monjes más ocupados se fijaran menos en mí.
Estábamos al comienzo de la primavera; la longitud de las noches todavía favorecía en algo mis
diligencias. Llevaba dos meses preparándolas sin que nadie se lo imaginara; serraba poco a poco, con una
mediocre tijera que había encontrado, las rejas de mi cuarto de aseo; mi cabeza ya pasaba fácilmente por
ellas, y, con la ropa de cama que me daban, había trenzado una cuerda más que suficiente para salvar los
siete u ocho metros de altura que Omphale me había dicho que tenía el edificio. Cuando se llevaron mis
ropas, había tenido la precaución, como ya os dije, de apartar mi pequeña fortuna que ascendía a cerca de
seis luises, y siempre la había ocultado cuidadosamente. La escondí en el pelo y, como casi toda nuestra
cámara estaba en la cena aquella noche, a solas con una de mis compañeras que se acostó así que las otras
hubieron bajado, entré en el cuarto de aseo; allí, destapando el agujero que había tenido el cuidado de
cubrir todos los días, até mi cuerda a uno de los barrotes que estaba intacto, y, dejándome deslizar por ese
medio, no tardé en tocar el suelo. No era eso lo que más me preocupaba: los seis recintos de muros o de