Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 83
Y acercándose con fiereza, en un instante llega al santuario. Se escuchan nuevos gritos.
—¡Dios sea loado! —dijo el libertino—. Habría dudado de mi éxito sin los gemidos de la víctima, pero
mi triunfo está asegurado, pues veo sangre y lágrimas.
—A decir verdad —dijo Clément, adelantándose con las varas en la mano—, yo tampoco alteraré esta
dulce posición, favorece en demasía mis deseos.
La mujer de retén de Jérôme y la de treinta años sostenían a Octavie: Clément mira, toca; la joven
asustada le implora y no le enternece.
—¡Oh, amigos míos! —dice el monje exaltado—. ¡,Cómo no fustigar a la colegiala que nos muestra un
culo tan hermoso?
El aire comenzó a sonar inmediatamente con los silbidos de las varas y el sordo ruido de sus azotes sobre
las bellas carnes; se mezclan a ellos los gritos de Octavie y les responden las blasfemias del monje; ¡qué
escena para esos libertinos entregados, en medio de todas nosotras, a mil obscenidades! Aplauden, le
animan: mientras tanto la piel de Octavie cambia de color, los tintes del rosicler más vivo se juntan con el
resplandor de los lirios; pero lo que tal vez divertiría un instante al Amor, si la moderación dirigiera el
sacrificio, se vuelve a fuerza de rigor en un crimen espantoso contra sus leyes. Ya nada detiene al pérfido
monje; cuanto más se queja la joven alumna, más estalla la severidad del regente; desde la mitad de los
riñones hasta la parte baja de los muslos, todo es tratado con idéntica severidad, y al fin sobre los
vestigios sangrantes de sus placeres el pérfido apaga sus fuegos.
—Yo seré menos salvaje que todo eso —dijo Jérôme agarrando a la bella, y pegándose a sus labios de
coral—. Este es el templo donde voy a sacrificar... y en esta boca encantadora...
Me callo... Es el reptil impuro ajando una rosa, mi comparación os lo dice todo.
El resto de la velada fue semejante a todo lo que ya sabéis, de no ser que la belleza, la edad conmovedora
de la joven, excitando aún más a esos malvados, redoblaron todas sus infamias, y la saciedad mucho más
que la conmiseración, llevando a la desdichada a su cámara, le devolvió al menos por unas pocas horas la
calma que necesitaba.
Yo habría deseado poder consolarla esa primera noche, pero obligada a pasarla con Severino, era yo, por
el contrario, la que se hallaba en el caso de sentir gran necesidad de ayuda. Había tenido la desgracia, no
de gustar, la palabra no sería adecuada, sino de excitar más vivamente que cualquier otra los infames
deseos de este sodomita; ahora me deseaba casi todas las noches. Agotado por ésta, sintió necesidad de
experimentos: temiendo sin duda no haberme hecho todavía suficiente daño con la espantosa espada de
que estaba dotado, imaginó esta vez perforarme con uno de esos artefactos de religiosas que la decencia
no me permite nombrar y que era de un grosor desmesurado. Hubo que prestarse a todo. El mismo hacía
penetrar el arma en su querido templo; a fuerza de empujones entró muy adentro; grito: el monje se
divierte; después de unas cuantas idas y venidas, retira de golpe y con violencia el instrumento y se
engulle él mismo en la sima que acaba de entreabrir... ¡Vaya capricho! ¿No es exactamente lo contrario
de todo lo que los hombres pueden desear? Pero ¡,quién puede definir el alma de un libertino? Hace
mucho que sabemos que allí está el enigma de la naturaleza: todavía no nos ha dado la clave.
A la mañana, encontrándose algo más fresco, quiso probar otro suplicio. Me mostró una máquina mucho
más gruesa todavía: estaba hueca y provista de un émbolo que despedía el agua con una fuerza increíble
por una abertura que daba al chorro más de tres pulgadas de circunferencia. Este enorme instrumento
tenía nueve de perímetro por doce de largo. Severino lo hizo llenar de agua muy caliente y quiso
hundírmelo por delante. Horrorizada ante semejante proyecto, me arrojo a sus rodillas p