Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 8

No tiene usted más que buscarlas, señora —contestó Juliette sonrojándose. Y proveyéndose la dueña de unos lentes, y después de haber examinado minuciosamente las cosas por todos los lados: —Vamos —le dijo a la joven—, bastará con que te quedes aquí, prestes mucha atención a mis consejos, presentes un gran fondo de complacencia y de sumisión con mis clientes, limpieza, economía, franqueza conmigo, habilidad con tus compañeras y astucia con los hombres, y antes de diez años te pondré en situación de retirarte a un tercero con una cómoda, dos habitaciones, una criada; y el arte que habrás adquirido en mi casa te servirá para procurarte el resto. Hechas estas recomendaciones, la Duvergier se apodera del hatillo de Juliette; le pregunta si tiene dinero y, como ésta le confiesa con excesiva sinceridad que tenía cien escudos, la querida mamá se los confisca asegurando a su nueva pensionista que invertirá este pequeño capital en la lotería para ella, pero que no conviene que una joven tenga dinero. —Es —le dice— un medio de hacer el mal, y en un siglo tan corrompido una muchacha buena y bien nacida debe evitar cuidadosamente cuanto pueda arrastrar la hacia alguna trampa. Te lo digo por tu bien, pequeña —añadió la dueña—, y debes agradecerme lo que hago. Acabado este sermón, la nueva es presentada a sus compañeras; le indican su habitación en la casa, y a partir del día siguiente sus primicias están en venta. En cuatro meses, la mercancía es vendida sucesivamente a cerca de cien personas; unas se contentan con la rosa, otras más delicadas o más depravadas (pues la cuestión no está zanjada) quieren abrir el capullo que florece al lado. En cada ocasión, la Duvergier encoge, reajusta, y durante cuatro meses son siempre las primicias lo que la bribona ofrece al público. Al término de este espinoso noviciado, Juliette alcanza finalmente la condición de hermana conversa; a partir de este momento, es oficialmente admitida como pupila de la casa, y comparte sus penas y sus beneficios. Otro aprendizaje: si en la primera escuela, con escasas excepciones, Juliette ha servido a la naturaleza, olvida sus leyes en la segunda y corrompe por entero sus costumbres; el triunfo que ve cómo obtiene el vicio degrada por completo su alma; siente que, nacida para el crimen, por lo menos debe llegar al mayor de ellos y renunciar a languidecer en un estado subalterno que, haciéndole cometer las mismas faltas, envileciéndola igualmente, no le acarrea, ni mucho menos, el mismo beneficio. Gusta a un anciano caballero muy libertino que, en un principio, sólo la reclama esporádicamente; ella posee el arte de hacerse mantener magníficamente por él; aparece finalmente en los espectáculos, en los paseos, al lado de las figuras de la orden de Citeres; la miran, la citan, la envidian, y la inteligente criatura sabe hacerlo tan bien que en menos de cuatro años arruina a seis hombres, el más pobre de los cuales tenía cien mil escudos de renta. No necesitaba más para crearse una reputación; la ceguera de la gente de mundo es tal que cuanta mayor deshonestidad ha demostrado una de esas criaturas, más deseosos están de constar en su lista; parece que el grado de su envilecimiento y de su corrupción se convierte en la medida de los sentimientos que se atreven a mostrar por ella. Juliette acababa de alcanzar sus veinte años cuando un tal conde de Lorsange, gentilhombre angevino, de unos cuarenta años de edad, se enamoró tanto de ella que decidió darle su apellido: le reconoció doce mil libras de renta, le aseguró el resto de su fortuna si moría antes que ella; le dio una casa, servicio, distinción, y una especie de consideración en la sociedad que en dos o tres años consiguió hacer olvidar sus comienzos. Fue entonces cuando la desdichada Juliette, olvidando todos los sentimientos de su nacimiento y de su buena educación, pervertida por malos consejos y libros peligrosos, apresurada por disfrutar a solas, llevar un nombre y ninguna cadena, osó entregarse a la culpable idea de abreviar los días de su marido. Una vez concebido este odioso proyecto, lo mimó y lo consolidó desafortunadamente en uno de esos momentos peligrosos en que las acciones físicas se ven impelidas por los errores de la moral; instantes en que no nos negamos a casi nada ni nada se opone a la irregularidad de las ansias o a la impetuosidad de los deseos, y se aviva la voluptuosidad recibida en proporción a la cantidad de los frenos que rompe, o a su pureza. Desvanecido el sueño, si nos volviéramos buenos, el inconveniente seria insignificante, sólo se trataría de la historia de los errores de entendimiento; sabemos perfectamente que no ofenden a nadie,