Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 7
ayudas y los agrados que se espera recibir de ellas.
Justine, llorosa, visita a su sacerdote; le describe su estado con el enérgico candor de su edad... Llevaba
un vestidito blanco; sus hermosos cabellos descuidadamente recogidos bajo una gran cofia; su seno
apenas insinuado, oculto debajo de dos o tres varas de gasa; su linda cara algo pálida a causa de las penas
que la devoraban; algunas lágrimas caían de sus ojos y les conferían aún mayor expresión.
—Me veis, señor... —le dijo al santo eclesiástico—, sí, me veis en una situación muy lamentable para una
joven; he perdido a mi padre y mi madre... El cielo me los arrebata en la edad en que más necesitaba su
ayuda... Han muerto arruinados, señor; no tenemos nada... Eso es todo lo que me han dejado —prosiguió,
mostrando sus doce luises—... y ni un rincón donde reposar mi pobre cabeza... Os apiadaréis de mí,
¿verdad, señor? Sois ministro de la religión, y la religión siempre fue la virtud de mi corazón; en nombre
del Dios que adoro y del que sois la voz, decidme, como un segundo padre, ¿qué debo hacer... qué tengo
que ser?
El caritativo sacerdote contestó, examinando a Justine, que la parroquia estaba muy cargada; que era
difícil que pudiera hacerse cargo de nuevas limosnas, pero que, si Justine quería servirle, si quería trabajar
duro, siempre habría en su cocina un pedazo de pan para ella. Y, mientras le decía eso, el intérprete de los
dioses le había pasado la mano bajo la barbilla, dándole un beso excesivamente mundano para un hombre
de Iglesia. Justine, que le había entendido demasiado bien, le rechazó diciéndole:
—Señor, yo no os pido limosna ni un puesto de criada; hace demasiado poco que he abandonado un
estado por encima del que puede hacer desear esas dos mercedes para verme reducida a implorarlas;
solicito los consejos que mi juventud y mis desgracias necesitan, y queréis hacérmelos comprar tal vez
demasiado caros.
El pastor, avergonzado de verse descubierto, rápidamente expulsó a la joven criatura, y la desdichada
Justine, dos veces rechazada en el primer día en que se vio condenada al aislamiento, entra en una casa en
la que ve un cartel, alquila un pequeño apartamento amueblado en la quinta planta, lo paga de antemano,
y en él se entrega a unas lágrimas aún más amargas por lo sensible que es y porque su pequeño orgullo
acaba de ser cruelmente maltratado.
¿Se nos permitirá abandonarla por algún tiempo aquí, para regresar a Juliette, y para explicar cómo, del
simple estado del que la vimos salir, y sin tener más recursos que su hermana, llegó a ser, sin embargo, en
quince años, mujer con título, propietaria de una renta de treinta mil libras, bellísimas joyas, dos o tres
casas tanto en la ciudad como en el campo, y, por el instante, el corazón, la fortuna y la confianza del
señor de Corville, consejero de Estado, hombre del mayor crédito y ministro en ciernes? No hay la menor
duda de que su carrera fue espinosa: esas damiselas prosperan gracias al aprendizaje más vergonzoso y
más duro; y una que ahora está en el lecho de un príncipe todavía lleva seguramente encima las marcas
humillantes de la brutalidad de los libertinos entre cuyas manos la arrojaron su juventud e inexperiencia.
Al salir del convento, Juliette buscó a una mujer de la que había oído hablar a una joven amiga vecina;
pervertida como ella deseaba ser y pervertida por aquella mujer, la aborda con su hatillo bajo el brazo,
una levita azul muy desordenada, los cabellos sueltos, la más bonita cara del mundo, si es cierto que ante
determinados ojos la indecencia pueda ser atractiva; cuenta su historia a esta mujer, 䁱