Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 6
llegaba a cien escudos. Como nadie se preocupaba de su custodia, les abrieron la puerta del convento, les
entregaron su dote y las dejaron libres de ser lo que quisieran.
La señora de Lorsange, entonces llamada Juliette, y de un carácter e inteligencia prácticamente tan
formados como a los treinta años —edad que alcanzaba en el momento que arranca la historia que vamos
a relatar—, sólo pareció sensible al placer de ser libre, sin meditar un instante en las crueles desgracias
que habían roto sus cadenas. A Justine, con doce años de edad como ya hemos dicho, su carácter sombrío
y melancólico le hizo percibir mucho mejor todo el horror de su situación. Dotada de una ternura y una
sensibilidad sorprendentes, en lugar de la maña y sutileza de su hermana sólo contaba con una ingenuidad
y un candor que presagiaba que cayera en muchas trampas. Esta joven sumaba a tantas cualidades una
fisonomía dulce, absolutamente diferente de aquella con que la naturaleza había embellecido a Juliette; de
igual manera que se percibía el artificio, la astucia, la coquetería en los rasgos de ésta, se admiraba el
pudor, la decencia y la timidez en la otra; un aire de virgen, unos grandes ojos azules, llenos de
sentimiento y de interés, una piel deslumbrante, un talle grácil y flexible, una voz conmovedora, unos
dientes de marfil y los más bellos cabellos rubios, así era el retrato de esta encantadora menor, cuyas
gracias ingenuas y rasgos delicados superan nuestros pinceles.
Les dieron a ambas veinticuatro horas para abandonar el convento, dejándoles la tarea de instalarse, con
sus cien escudos, donde se les antojara. Juliette, encantada de ser su propia dueña, quiso por un momento
enjugar las lágrimas de Justine, viendo después que no lo conseguiría, comenzó a reñirla en vez de
consolarla; le dijo, con una filosofía muy superior a su edad, que en este mundo sólo había que afligirse
por lo que nos afectaba personalmente; que era posible encontrar en sí misma unas sensaciones físicas de
una voluptuosidad harto intensa como para poder apagar todos los afectos morales cuyo choque podría ser
doloroso; que era absolutamente esencial poner en práctica este procedimiento dado que la verdadera
sabiduría consistía infinitamente más en doblar la suma de los placeres que en multiplicar la de las
penas... En una palabra, que nada había que no se debiera hacer para borrar en uno mismo esta pérfida
sensibilidad, de la que únicamente se aprovechan los demás, mientras que a uno sólo le