Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 76
Es una desdicha despreciable que, para el incremento de la voluptuosidad del hombre, tenga que
descuidar o turbar la de la mujer, pues si bien esta turbación le hace ganar algo, lo que pierde el objeto
que le sirve no le afecta en nada. Debe resultarle indiferente que este objeto sea feliz o desdichado, con tal
de que le resulte deleitable; no existe realmente ningún tipo de relación entre este objeto y él. Sería, pues,
una locura ocuparse de las sensaciones de este objeto a expensas de las propias; absolutamente imbécil si,
para modificar estas sensaciones ajenas, renuncia al mejoramiento de las propias. Dicho eso, si el
individuo de que hablamos está desdichadamente estructurado de manera que sólo se conmueve si
produce, en el objeto que le sirve, sensaciones dolorosas, confesarás que debe entregarse a ellas sin
remordimientos, ya que está ahí para disfrutar, prescindiendo de todo lo que pueda resultar para ese
objeto... Insistiremos sobre este punto: sigamos avanzando por orden.
»Así pues, los placeres aislados tienen atractivos, pueden tener más que todos los restantes. ¡Vaya!, si no
fuera así, ¿cómo gozarían tantos ancianos, tantas personas o contrahechas o llenas de defectos? Están más
que seguras de que no son amadas; más que convencidas de que es imposible que se comparta lo que ellos
sienten: ¿sienten por ello menor voluptuosidad? ¿Desean únicamente la ilusión? Totalmente egoístas en
sus placeres, sólo les ves ocupados en tomar, sacrificarlo todo para recibir, sin sospechar jamás, en el
objeto que les sirve, otras propiedades que las pasivas. Así que no es en absoluto necesario dar placer para
recibirlo; y, por tanto, la situación feliz o desgraciada de la víctima de nuestro desenfreno es
completamente indiferente para la satisfacción de nuestros sentidos. No tiene ninguna importancia el
estado en que pueda hallarse su corazón y su mente; da igual que a este objeto le guste o le horrorice lo
que le hacéis, puede amarte o detestarte: todas estas consideraciones son inútiles en tanto que sólo se trata
de los sentidos. Estoy de acuerdo en que las mujeres pueden establecer unas máximas contrarias; pero las
mujeres, que sólo son las máquinas de la voluptuosidad, que sólo deben de ser sus comodines, son
recusables siempre que sea preciso establecer un sistema real sobre este tipo de placer. ¡,Existe un solo
hombre razonable que esté deseoso de hacer compartir su goce a las prostitutas? ¿Y no existen, en
cambio, millones de hombres que reciben grandes placeres de estas criaturas? Son otros tantos individuos
persuadidos de lo que digo, que lo ponen en práctica, sin dudarlo, y que censuran ridículamente a aquellos
que legitiman sus acciones por buenos principios, porque el universo está lleno de estatuas en movimiento
que van, vienen, actúan, comen, digieren, sin enterarse jamás de nada.
»Una vez demostrado que los placeres aislados son tan deliciosos como los otros, y probablemente mucho
más, es mucho más sencillo entonces, por consiguiente, que este goce, tomado independientemente del
objeto que nos sirve, no sólo esté muy alejado de lo que pueda gustarle, sino que sea incluso contrario a
sus placeres. Voy más lejos: puede llegar a ser un dolor impuesto, una vejación, un suplicio, sin que eso
tenga nada de extraordinario, sin que de ahí resulte otra cosa que un incremento de placer mucho más
seguro para el déspota que atormenta o veja. Intentemos demostrarlo.
»La emoción de la voluptuosidad sobre nuestra alma no es más que una especie de vibración producida
por medio de unas sacudidas que la imaginación inflamada por el recuerdo de un objeto lúbrico hace
experimentar a nuestros sentidos, bien a través de la presencia de este objeto, o bien, y aún mejor, por la
irritación que siente este objeto en el género que nos conmueve más fuertemente. Así pues, nuestra
voluptuosidad, ese cosquilleo inefable que nos extravía, que nos transporta al punto más elevado de
felicidad que pueda alcanzar el hombre, sólo se encenderá siempre por dos causas: ya descubriendo real o
ficticiamente en el objeto que nos sirve el tipo de belleza que más nos halaga, ya viendo experimentar a
este objeto la más fuerte sensación posible. Ahora bien, no hay ningún tipo de sensación más viva que la
del dolor; sus impresiones son seguras, jamás engañan como las del placer, perpetuamente interpretadas
por las mujeres y casi nunca sentidas. ¡Cuánto amor propio, por otra parte, cuánta juventud, fuerza, salud
hace falta para estar seguro de producir en una mujer esta dudosa y poco satisfactoria impresión de
placer! La de dolor, por el contrario, no exige nada: cuantos más defectos tenga un hombre, cuanto más
viejo y menos seductor sea mejor la conseguirá. Respecto al objetivo, será alcanzado con mucha mayo