Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 66
hay también a las que estas cuatro comidas no bastan; no tienen más que llamar, y se les trae
inmediatamente lo que piden.
»Las decanas obligan a comer en las comidas, y si se persistiera en no querer hacerlo, por el motivo que
fuera, a la tercera vez serás severamente castigada. La cena de los monjes se compone de tres platos de
asado, de seis entrantes seguidos por una pieza fría y ocho postres, fruta, tres tipos de vinos, café y
licores. A veces, nos sentamos las ocho a la mesa con ellos; otras obligan a cuatro de nosotras a servirles,
y cenamos después; ocurre también de vez en cuando que sólo toman cuatro mujeres para cenar; en tal
caso, suelen ser clases enteras, y cuando somos ocho, siempre hay dos de cada clase. Inútil decirte que
jamás nos visita nadie; ningún extraño, bajo ningún pretexto, entra en este pabellón. Si caemos enfermas,
nos cuida el único lego cirujano, y si morimos, es sin ninguna ayuda religiosa; nos arrojan a uno de los
espacios formados por los setos, y eso es todo; pero por una insigne crueldad, si la enfermedad llega a ser
demasiado grave, o se teme el contagio, no esperan a que muramos para enterrarnos; se nos llevan y nos
colocan donde te he dicho, todavía en vida; desde los dieciocho años estoy aquí, he visto más de diez
ejemplos de esta insigne ferocidad; dicen a eso que es mejor perder una que arriesgar dieciséis; que,
además, la pérdida de una mujer es tan leve, tan fácilmente reparable, que no hay por qué lamentarla.
»Pasemos a la satisfacción de los placeres de los frailes y a todo lo que se refiere a esta parte.
»Aquí nos levantamos a las nueve en punto de la mañana, en cualquier estación; nos acostamos más o
menos tarde, según la cena de los monjes. Apenas nos hemos levantado, viene a visitarnos el regente de
día, se sienta en un gran sillón, y allí, cada una de nosotras está obligada a colocarse delante de él con las
faldas arremangadas por el lado que prefiere; toca, besa, examina, y cuando todas han cumplido este
deber, designa a las que deben asistir a la cena; les ordena el estado en que deben encontrarse, recoge las
quejas por parte de la decana, y se imponen los castigos. Rara vez sale sin una escena de lujuria en la que
utiliza habitualmente a las ocho. La decana dirige estos actos libidinosos, y por nuestra parte reina la más
total sumisión. Antes del desayuno, ocurre con frecuencia que uno de los reverendos padres reclama en su
cama a una de nosotras; el hermano carcelero trae un papel con el nombre de la que quiere; aunque el
regente de día la ocupara entonces, no tiene derecho a retenerla, se va, y regresa cuando la despiden.
Acabada esta primera ceremonia, desayunamos; desde ese momento hasta la noche, ya no tenemos nada
que hacer; pero a las siete en verano y a las seis en invierno, vienen a buscar a las que han sido
designadas; el propio hermano carcelero las conduce, y, después de la cena, las que no han sido retenidas
por la noche vuelven al serrallo. Con frecuencia no queda ninguna, y envían a buscar para la noche a otras
nuevas; y se las avisa igualmente, con varias horas de antelación, del traje con que deben presentarse; a
veces sólo se acuesta la mujer de retén.
—La mujer de retén —la interrumpí—, ¿qué es este nuevo cargo?
—Ahora te lo digo —me contestó mi narradora—. Todos los primeros de mes, cada fraile adopta una
mujer que durante este período debe servirle tanto de criada como de comodín a sus indignos deseos; sólo
están exceptuadas las decanas, debido al deber de su cámara. No pueden cambiarlas a lo largo del mes, ni
retenerlas dos meses seguidos; nada tan cruel ni tan duro como las tareas de ese servicio, y no sé cómo te
acostumbrarás a él. Así que suenan las cinco de la tarde, la mujer de retén baja al lado del monje que
sirve, y ya no le abandona hasta la mañana siguiente, a la hora en que él pasa al convento. Ella lo recupera
a su vuelta; estas pocas horas las utiliza en comer y en descansar, pues tiene que velar las noches que pasa
al lado de su amo; te lo repito, esta desdichada está ahí para servir de comodín a todos los caprichos que
se le pueden ocurrir al libertino: bofetones, azotes, insultos, placeres, tiene que soportarlo todo; debe
pasar de pie la noche en la habitación de su dueño y siempre dispuesta a ofrecerse a las pasiones que
puedan agitar al tirano; pero la más cruel, la más ignominiosa de estas servidumbres, es la terrible
obligación que tiene de presentar su boca o su pecho a una u otra necesidad de ese monstruo; no utiliza
jamás ningún otro recipiente: tiene que recibirlo todo, y la más leve repugnancia es castigada
inmediatamente con los tormentos más bárbaros. En todas l \