Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 46
ofreció, sin que yo pudiera oponerme, el derecho de examinarme desnuda, y como llevaba haciéndolo por
lo menos dos veces al día desde hacía un mes, sin que yo hubiera notado en él nada que pudiera herir mi
pudor, no creí que debiera resistirme. Pero, esta vez, Rodin tenía otras intenciones: cuando ha llegado al
objeto de su culto, pasa uno de sus muslos alrededor de mi cintura, y lo aprieta tanto que me encuentro,
por decirlo de algún modo, indefensa.
—Thérèse —me dice entonces paseando sus manos de modo como para despojarme de toda duda—, ya
estás restablecida, querida, ahora puedes demostrarme la gratitud que veo que rebosa tú corazón. La
manera es fácil, sólo necesito esto —prosiguió el traidor inmovilizándome con todas las fuerzas de que
disponía...—. Sí, sólo esto, esta es mi recompensa, nunca exijo otra cosa de las mujeres... Pero —
prosiguió— es de los más hermosos que he visto en mi vida... ¡Qué redondeces!... i qué elasticidad!...
¡qué piel tan fina!... ¡Oh, qué ganas tengo de disfrutarlo!...
Al decir eso, Rodin, verosímilmente ya dispuesto a la ejecución de sus proyectos, se ve obligado a
soltarme un momento para acabar de realizarlos. Yo aprovecho la libertad que me concede, y, soltándome
de sus brazos, le digo:
—Señor, le ruego que se convenza de que no hay nada en el mundo que pueda obligarme a los horrores
que parecéis desear. Estoy de acuerdo en que os debo agradecimiento, pero no lo satisfaré al precio de un
crimen. Soy pobre y muy desdichada, sin duda; pero no importa, ahí tenéis el escaso dinero que poseo —
continué ofreciéndole mi miserable bolsa—, tomad el que consideréis oportuno, y dejadme abandonar
esta casa, por favor, ya que estoy en condiciones de hacerlo.
Rodin, sorprendido de una resistencia que no esperaba en una joven desprovista de recursos, y que, según
una injusticia común en los hombres, suponía deshonesta por el solo hecho de que se hallaba en la
miseria, Rodin, digo, me mira con atención:
—Thérèse —continúa al cabo de un instante—, es bastante inoportuno que te hagas la vestal conmigo...
Creo que tenía derecho a algunas complacencias por tu parte. No importa, conserva tu dinero, pero no me
abandones. Me satisface mucho tener a una joven decente en mi casa, ¡las que me rodean lo son tan
poco!... Ya que si en este caso te muestras tan virtuosa, confío en que lo serás también en todos. Mis
intereses coincidirán, mi hija te quiere, acaba de suplicarme hace sólo un momento que te pidiera que no
nos abandonaras. Quédate, pues, con nosotros, te invito a ello.
—Señor —le contesté—, no sería feliz. Las dos mujeres que os sirven aspiran a todos los sentimientos
que vos queráis concederles. Me verían con celos, y tarde o temprano me vería obligada a abandonaros.
—No te preocupes —me contestó Rodin—, no temas ninguno de los efectos de los celos de estas mujeres.
Yo sabré mantenerlas en su sitio guardando el tuyo, y sólo tú poseerás mi confianza sin que ello te
procure ningún riesgo. Pero para seguir siendo digna de ella, es bueno que sepas que la primera cualidad
que exijo de ti, Thérèse, es una discreción a toda prueba. Aquí ocurren muchas cosas, muchas que
contrariarán tus principios virtuosos. Hay que verlo todo, hija mía, oírlo todo, y jamás decir nada...
Quédate conmigo, Thérèse.
Quédate, hija mía. Recibiré con alegría que no te marches. En medio de los muchos vicios a que me
arrastran un temperamento fogoso, una mente desenfrenada y un corazón muy inclinado al vicio, tendré
por lo menos el consuelo de contar con un ser virtuoso cerca de mí, y en cuyo seno me arrojaré como a
los pies de un dios, cuando esté ahíto de mis excesos...
«¡Oh, cielos!», pensé en aquel momento, «así que la virtud es necesaria, indispensable para el hombre,
¡ya que el propio vicioso se siente obligado a tranquilizarse con ella, y utilizarla como amparo!»
Recordando a continuación las peticiones que me había hecho Rosalie de que no la abandonara, y
creyendo descubrir en Rodin algunos buenos principios, me comprometí decididamente a seguir en su
casa.
—Thérèse —me dijo Rodin al cabo de unos días—, voy a colocarte al lado de mi hija. Así, no tendrás que
mezclarte con mis otras dos doncellas, y te doy trescientas libras de sueldo.