Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 45
—¡Oh, cielos! —le dije a Rosalie cuando las espantosas escenas terminaron—, ¿cómo puede entregarse a
semejantes excesos? ¿Cómo puede deleitarse con los tormentos que inflige?
—Aún no lo sabes todo —me contesta Rosalie—; escucha —me dice regresando conmigo a su habitación
—, lo qué has visto puede hacerte entender que, cuando mi padre halla algunas facilidades en sus jóvenes
alumnos, lleva sus horrores mucho más lejos. Abusa de las jóvenes de la misma manera que de los
muchachos —de aquella criminal manera, me dio a entender Rosalie, que yo misma había pensado llegar
a ser víctima con el jefe de los bandidos, en cuyas manos había caído después de mi evasión de la
Conciergerie, y con la que había sido manchada por el negociante de Lyon—. Con ello —prosiguió la
joven—, las jóvenes no quedan deshonradas, ningún embarazo a temer, y nada les impide encontrar
esposo; no hay año que no corrompa así a todos los muchachos, y por lo menos a la mitad de las restantes
criaturas. De las catorce muchachas que has visto, ocho ya han sido marchitadas de esta manera, y ha
disfrutado de nueve muchachos; las dos mujeres que le sirven son sometidas a los mismos horrores... Oh,
Thérèse —añadió Rosalie precipitándose a mis brazos—, oh, querida amiga, yo también, también a mí me
ha seducido desde mi tierna infancia; apenas tenía once años cuando ya era su víctima... lo era, ¡ay de
mí!, sin poder defenderme...
—Pero, señorita —le interrumpí, asustada...—, ¿y la religión? Os quedaba por lo menos este camino...
¿No podíais consultar con un director y confesárselo todo?
—¡Ah! ¿No sabes, pues, que a medida que nos pervierte, sofoca en nosotros todas las semillas de la
religión, y nos prohibe todas sus prácticas?... Y además, ¿qué podía hacer yo? Casi no me ha instruido. Lo
poco que me ha contado sobre esas materias sólo ha sido por el temor de que mi ignorancia traicionara su
impiedad. Pero jamás me he confesado, nunca he hecho mi primera comunión; sabe ridiculizar tan bien
todas estas cosas, absorber en nosotros hasta las menores ideas, que aleja para siempre de sus deberes a
las que ha sobornado; o, si se ven obligadas a cumplirlos a causa de su familia, es con una tibieza y una
indiferencia tan totales que no teme nada de su indiscreción. Pero convéncete, Thérèse, convéncete con
tus propios ojos —prosigue empujándome rápidamente al retrete de donde salíamos— ven, esa habitación
en la que castiga a los escolares es la misma en la que disfruta de nosotras; ya ha terminado la clase, es la
hora en que, excitado por los preliminares, vendrá a desquitarse de la presión que le impone a veces su
prudencia. Regresa al lugar donde estabas, querida amiga, y tus ojos lo descubrirán todo.
Por escasa curiosidad que sintiera por esos nuevos horrores, era mejor para mí, sin embargo, ocultarme en
ese retrete que dejarme sorprender con Rosalie durante las clases. Rodin infaliblemente habría concebido
sospechas. Así que me siento. Apenas he entrado, aparece Rodin con su hija. La conduce al lugar donde
ha estado antes, y acuden también las dos doncellas. Allí, el impúdico Rodin, libre ya de medidas que
guardar, se entrega a sus anchas y sin el menor velo a todas las irregularidades de su desenfreno. Las dos
campesinas, completamente desnudas, son azotadas con todas las fuerzas. Mientras actúa sobre una, la
otra se lo devuelve, y, en el intervalo, abruma con las más sucias caricias, las más desenfrenadas, las más
asquerosas, el mismo altar que Rosalie, subida a un sillón, le pres