Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 40
acaba de situarme en tan cruel estado... él, por el que antes yo habría sacrificado mi vida, se dignara
concederme la menor señal de conmiseración. Así que estuve preparada, me dijo:
—Ve donde quieras. Debe quedarte dinero, no te lo quito, pero procura no volver a aparecer por ninguna
de mis casas, tanto en la ciudad como en el campo. Hay dos poderosas razones en contra. En primer lugar,
conviene que sepas que el proceso que creías terminado no lo está. Se te ha dicho que había sido
sobreseído, te han engañado. El decreto sigue vigente. Te dejaban en esta situación para ver cómo te
portabas. En segundo lugar, aparecerás públicamente como la asesina de la marquesa. Si sigue en vida,
haré que se vaya con esta idea a la tumba, y lo sabrá toda la casa. Así que te enfrentas a dos procesos en
lugar de uno, y en lugar de un vil usurero tendrás como adversario a un hombre rico y poderoso, decidido
a perseguirte hasta el infierno, si abusas de la vida que su piedad te ha concedido.
—Pero, señor —contesté—, cualesquiera que sean vuestros rigores hacia mí, no temáis nada de mis
pasos. He creído que debía actuar contra vos cuando se trataba de la vida de vuestra tía, jamás
emprenderé nada cuando sólo se trate de la desdichada Thérèse. Adiós, señor, ¡ojalá vuestros crímenes os
hagan tan feliz como tormentos me ocasionan vuestras crueldades! Y sea cual sea la suerte que me depare
el cielo, en tanto que quiera conservar mis deplorables días sólo los utilizaré en rezar por vos. El conde
alzó la cabeza. No le quedaba más remedio que mirarme ante estas palabras, y como me vio vacilante y
cubierta de lágrimas, por el temor de con moverse sin duda, el cruel se alejó y ya no volví a verle.
Totalmente entregada a mi dolor, me dejé caer al pie del árbol, y allí, dándoles el más libre curso, hice
resonar el bosque con mis gemidos. Abracé la tierra con mi desdichado cuerpo, y regué la hierba con mis
lágrimas.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé—, vos lo habéis querido; estaba escrito en vuestros eternos decretos que el
inocente fuera la presa del culpable. Disponed de mí, Señor, todavía estoy muy lejos de los males que
habéis sufrido por nosotros. ¡Ojalá los que yo soporto adorándoos me hagan digna un día de las
recompensas que prometéis al débil, cuando os tiene por objeto en sus tribulaciones y os glorifica en sus
penas!
Caía la noche. Se me hacía imposible proseguir; apenas podía sostenerme. Dirigí la mirada al matorral
donde me había acostado cuatro años antes; como pude me arrastré hasta él y, colocándome en el mismo
lugar, atormentada por mis heridas todavía sangrantes, abrumada por los males de mi espíritu y por las
penas de ZH