Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 41
que pasado el primer furor, no querría cometer conmigo semejante injusticia, escribí una carta lo más
conmovedora posible. Le oculté cuidadosamente el lugar donde vivía, y le supliqué que me enviara mis
ropas junto con el escaso dinero que tenía en mi habitación. Una campesina de veinticinco años, despierta
e inteligente, se encargó de mi carta, y me prometió informarse bajo mano para comunicarme a su vuelta
los diferentes temas cuyo esclarecimiento le dejé ver que me resultaba necesario. Le recomendé, por
encima de todo, que ocultara el nombre del lugar donde me hallaba, que no hablara de mí para nada, y
que dijera que había recibido la carta de un hombre que la traía de más allá de quince leguas. Jeannette se
fue, y, veinticuatro horas después, me trajo la respuesta. Todavía existe, aquí está, señora, pero
permitidme contaros, antes de leérosla, lo que había ocurrido en casa del conde desde mi ausencia.
La marquesa de Bressac había caído gravemente enferma el mismo día de mi desaparición del castillo, y
murió dos días después en medio de unos dolores y unas convulsiones espantosas. Acudieron los
parientes, y el sobrino, que parecía sumido en la mayor desolación, pretendió que su tía había sido
envenenada por una camarera que se había evadido aquel mismo día. La estaban buscando, y tenían la
intención de dar muerte a esa desdichada si la encontraban. Por otra parte, gracias a esta sucesión, el
conde acabó siendo mucho más rico de lo que había creído. La caja fuerte, la cartera y las joyas de la
condesa, objetos todos ellos de los que no se tenía conocimiento, ponían a su sobrino, al margen de las
rentas, en posesión de mas de seiscientos mil francos. En medio de su afectado dolor, al joven le costaba
mucho esfuerzo, se decía, ocultar su alegría, y los parientes, convocados para la exhumación del cuerpo
exigida por el conde, después de haber deplorado la suerte de la desdichada marquesa, y jurado vengarla
si la culpable caía en sus manos, lo dejaron en la plena y tranquila posesión de su maldad. El propio señor
de Bressac habló con Jeannette y le formuló varias preguntas, pero como la joven había contestado con
tanta franqueza y firmeza, finalmente se decidió a darle su respuesta sin acuciarla más.
—Aquí tenéis esta carta fatal —dijo Thérèse entregándola a la señora de Lorsange—, sí, ahí la tenéis,
señora, a veces mi corazón sigue necesitándola, y la conservaré hasta mi muerte. Si podéis, leedla sin
estremeceros.
La señora de Lorsange, después de recoger la nota de manos de nuestra bella aventurera, leyó en ella las
palabras siguientes:
«La desalmada que ha envenenado a mi tía tiene la osadía de atreverse a escribirme después de su
execrable delito. Lo mejor que hace es ocultarme su retiro; puede estar segura de que lo pasará mal si la
descubrimos. ¿Qué se atreve a reclamar? ¿Cómo habla de dinero? El que haya podido dejar equivale a los
robos que ha cometido, tanto durante su estancia en la casa como al consumar su último crimen. Que
evite un segundo envío semejante a éste, pues se le comunica que se arrestaría a su portador hasta que el
lugar que encubre a la culpable fuera conocido por la justicia».
—Proseguid, querida niña —dijo la señora de Lorsange devolviendo la nota a Thérèse—, son actitudes
que horrorizan. Nadar en oro, y negar a una desdichada que no ha querido cometer un crimen lo que ha
ganado legítimamente, es una infamia gratuita que carece de parangón.
—¡Ay, señora! —continuó Thérèse, retomando el hilo de su historia—, pasé dos días llorando con esta
malaventurada carta. Gemí mucho más por el comportamiento horrible que demostraba que por los
rechazos que contenía. ¡Así que era culpable!, exclamé, ¡denunciada por segunda vez a la justicia por
haber sabido respetar en exceso sus leyes! De acuerdo, no me arrepiento: por muchas cosas que puedan
ocurrirme, j