Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 38
ese momento, concibió sospechas; no dijo nada, pero yo le vi turbado. Comuniqué su estado a la
marquesa, ella aún se inquietó más, sin poder pensar, de todos modos, en otra cosa que en adelantar la
marcha del correo, y en que ocultara aún mejor, si cabía, el objeto de su misión. Contó a su sobrino que lo
enviaba en diligencia a París para rogar al duque de Sonzeval que se ocupara inmediatamente de la
sucesión del tío del que acababa de heredar, porque si nadie aparecía eran de temer unos procesos. Añadió
que pedía al duque que viniera él mismo a rendir cuentas de todo, para que ella se decidiera a irse en
compañía de su sobrino, si el caso lo exigía. El conde, demasiado buen fisonomista para no descubrir el
malestar en el rostro de su tía y no observar un poco de confusión en el mío, lo aceptó todo y se puso en
guardia. Bajo el pretexto de un paseo, se aleja del castillo y espera al correo en un lugar por el que tenía
que pasar inevitablemente. Aquel hombre, mucho más suyo que de su tía, no pone ninguna dificultad en
entregarle sus misivas, y Bressac, convencido de lo que llama sin duda mi traición, da cien luises al
correo con la orden de no regresar jamás a casa de la tía.
Vuelve al castillo, con la rabia en el corazón; sin embargo, se contiene. Me encuentra, me habla como de
costumbre, me pregunta si será para mañana, me hace notar que es esencial que se produzca antes de que
llegue el duque, y después se acuesta con un aire tranquilo y sin demostrar nada. Yo no supe nada
entonces, me engañó por completo. Si el espantoso crimen se consumó, como el conde me contó después,
lo cometió él sin duda, pero ignoro cómo. Formulé muchas conjeturas, ¿de qué serviría comunicároslas?
Pasemos más bien a la cruel manera con que fui castigada por no haber querido encargarme de él. Al día
siguiente de la detención del correo, la señora tomó su chocolate como de costumbre, se levantó, pasó al
tocador, me pareció nerviosa y se sentó a la mesa. Así que desaparece, el conde me aborda y, con la
mayor de las flemas, me dice:
—Thérèse, he descubierto un medio más seguro del que te había propuesto para llevar a cabo nuestros
proyectos, pero exige detalles y no me atrevo a ir tan a menudo a tu habitación. Dirígete a las cinco en
punto al extremo del parque, te recogeré y daremos un paseo por el bosque, durante el cual te lo contaré
todo.
Le confieso, señora, que sea permiso de la Providencia, sea exceso de candor o sea ceguera, nada me
anunció la espantosa desgracia que me esperaba. Yo me creía tan segura del secreto y de las disposiciones
de la marquesa, que jamás imaginé que el conde hubiera podido descubrirlas. Sin embargo, me sentía
alterada.
«El perjurio es virtud cuando se promete el crimen», ha dicho uno de nuestros poetas trágicos, pero el
perjurio siempre es odioso para el alma delicada y sensible que se ve obligada a recurrir a él. Mi papel me
alteraba.
En cualquier caso, acudí a la cita. El conde no tarda en aparecer, llega a mí con un aire despreocupado y
jovial, y caminamos por el bosque sin hacer otra cosa que reír y bromear, como solía hacer conmigo.
Cuando yo quería llevar la conversación al tema que le había hecho pedir nuestro encuentro, me decía
siempre que esperara, que temía que nos estuvieran observando, y que todavía no estábamos en lugar
seguro. Sin darme cuenta, llegamos a los cuatro árboles donde había sido tan cruelmente amarrada. Al
volver a ver aquel lugar, me estremecí; se ofreció entonces ante mis miradas todo el horror de mi destino,
y podéis suponer como aumentó mi espanto cuando vi la preparación de aquel lugar fatal. De uno de los
árboles colgaban unas cuerdas; tres monstruosos dogos ingleses estaban atados a los otros tres, y parecían
estar esperándome para entregarse a la necesidad de comer que anunciaban sus fauces espumeantes y
abiertas. Uno de los favoritos del conde los guardaba.
Entonces, el pérfido, utilizando conmigo los más groseros epítetos, me dijo:
—Bribona, ¿reconoces el matorral del que te saqué como una fiera salvaje para devolverte a la vida que
habías merecido perder?... ¿Reconoces los árboles donde amenacé con devolverte si alguna vez me
obligabas a arrepentirme de mis bondades? ¿Por qué aceptaste los servicios que te pedía contra mi tía si
tenías la intención de traicionarme, y cómo has imaginado servir a la virtud arriesgando la libertad de
aquel a quien debías la felicidad? Situada necesariamente entre esos dos crímenes, ¿por qué has elegido el
más abominable?