Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 37
absoluto, acababa de dejarle ochenta mil libras de renta... ¡Oh, cielos!, me dije al enterarme de la noticia,
¡así es como la justicia celestial castiga la conspiración de fechorías! Y arrepintiéndome inmediatamente
de esta blasfemia hacia la Providencia, me arrodillo, pido perdón, y me congratulo de que este inesperado
acontecimiento pueda cambiar por lo menos los proyectos del conde... ¡Cuál era mi error!
—¡Oh, mi querida Thérèse! —me dijo acudiendo aquella misma noche a mi habitación—. ¡Cómo llueven
sobre mí las prosperidades! Ya te lo he dicho más de una vez: la idea de un crimen, o su ejecución, es el
medio más seguro de atraer la felicidad. Así les ocurre, por lo menos, a los malvados.
—¿Cómo, señor? —contesté—. Esta fortuna con la que no contabais ¿no os decide a esperar
pacientemente la muerte que queríais precipitar?
—¿Esperar? —replicó bruscamente el conde—, no esperaría ni dos minutos, Thérèse. ¿No te das cuenta
de que tengo veintiocho años, y a mi edad es duro esperar?... No, que esto no cambie en nada nuestros
proyectos, por favor, y dame el consuelo de verlo todo terminado antes de que volvamos a París...
Mañana, pasado mañana a más tardar... Ya estoy impaciente por darte un cuarto de tus rentas... por
entregarte el acta que te las garantiza...
Hice cuanto pude por disimular el terror que me inspiraba aquel ensañamiento, y reanudé mis reflexiones
de la víspera, convencidísima de que, si no ejecutaba el crimen horrible que me habían encargado, el
conde no tardaría en darse cuenta de que le engañaba, y de que, si advertía a la señora de Bressac, fuera
cual fuere la decisión que le hiciera tomar la revelación de ese proyecto, el joven conde, viéndose siempre
engañado, adoptaría inmediatamente unos medios más seguros que, haciendo perecer igualmente a la tía,
me exponían a toda la venganza del sobrino. Me restaba la vía de la justicia, pero nada en el mundo
habría podido resolverme a tomarla. Así que me decidí a avisar a la marquesa; de todas las opciones
posibles, es la que me pareció mejor y como tal la adopté.
—Señora —dije al día siguiente de mi última entrevista con el conde—, tengo que revelaros algo de la
mayor importancia, pero, por mucho que eso pueda interesaros, estoy decidida al silencio si no me dais,
antes, vuestra palabra de honor de no demostrar ningún resentimiento a vuestro señor sobrino por lo que
tiene la audacia de proyectar... Actuaréis, señora, y tomaréis las medidas que os parezca, pero no diréis
palabra. Dignaos a prometérmelo, o me callo.
La señora de Bressac, que creyó que sólo se trataba de alguna de las extravagancias habituales de su
sobrino, se comprometió con el juramento que yo le exigía, y se lo revelé todo. La desdichada mujer se
fundió en lágrimas al enterarse de esta infamia.
—¡Monstruo! —exclamó—. ¡,Qué he hecho yo si no procurar siempre su bien? Si he pretendido prevenir
sus vicios, o corregirlos, ¿qué otro motivo que su felicidad podía obligarme a esta severidad?... Y esta
herencia que acaba de recibir, ¡,acaso no se la debe a mis cuidados? ¡Ah, Thérèse, Thérèse, demuéstrame
la realidad de este proyecto!... Haz que no pueda dudar de él. Necesito todo lo que pueda acabar de apagar
en mí los sentimientos que mi corazón ciego todavía se atreve a conservar hacia este monstruo...
Y entonces le mostré la bolsa de veneno; era difícil presentarle una demostración mejor. La marquesa
quiso hacer pruebas. Hicimos tragar una pequeña dosis a un perro que encerramos, y murió al cabo de dos
horas con unas espantosas convulsiones. La señora de Bressac, que ya no podía dudar, se decidió. Me
ordenó que le entregara el resto del veneno, y escribió inmediatamente a través de un correo al duque de
Sonzeval, parient