Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 34

Añadí mil razonamientos a éstos, que sólo provocaban la hilaridad del conde; de este modo sus capciosos principios alimentado por una elocuencia más viril, apoyados en lecturas que afortunadamente yo jamás había hecho, atacaban cada día todos los míos, pero sin quebrantarlos. La señora de Bressac, llena de virtud y de piedad, no ignoraba que su sobrino defendía sus extravíos con todas las paradojas de moda. A menudo se quejaba de ello conmigo, y, como se dignaba juzgarme algo más sensata que sus restantes doncellas, le gustaba confiarme sus penas. No había, sin embargo, límites a las malas acciones de su sobrino. El conde había llegado al punto de no ocultar nada. No sólo había rodeado a su tía de toda la peligrosa chusma que utilizaba para sus placeres, sino que había llevado su osadía hasta el punto de decirle delante de mí que, si seguía contrariando sus gustos, la convencería de los encantos que contenían entregándose a ellos ante sus propios ojos. Esta conducta me horrorizaba y afligía. Intentaba encontrar en ella motivos para sofocar en mi alma la desdichada pasión que la hacía arder, pero ¿es el amor un mal del que pueda sanarse? Todo lo que intentaba oponerle sólo servía para atizar más vivamente su llama, y el pérfido conde jamás me parecía tan amable como cuando reunía ante mí todo lo que debía empujarme a odiarle. Ya llevaba cuatro años en aquella casa, siempre perseguida por los mismos pesares y siempre consolada por las mismas dulzuras, cuando aquel hombre abominable, creyéndose al fin seguro de mí, osó desvelarme sus infames intenciones. Vivíamos entonces en el campo, y yo estaba a solas con la condesa: su primera doncella había pedido permiso para seguir en París durante el verano, por unos asuntos de su marido. Una noche, poco después de que me retirara, mientras me refrescaba en un balcón de mi habitación sin decidirme, a causa del extremo calor, a acostarme, de repente el conde llama a la puerta y me ruega que le deje charlar conmigo. ¡Ay de mí! Todos los instantes que me concedía el cruel autor de mis males me parecían demasiado preciosos para que me atreviera a rechazar uno solo; entra, cierra con cuidado la puerta, y sentándose en un sillón a mí lado me dijo con un cierto embarazo: —Atiéndeme, Thérèse... tengo que contarte unas cosas de la mayor importancia. Júrame que jamás revelarás nada. —¡Oh, señor! —contesté—, ¿podéis creerme capaz de abusar de vuestra confianza? —Tú no sabes el peligro que correría si acabaras por demostrarme que me había equivocado al concedértela... —La peor de todas mis penas sería haberla perdido, no necesito mayores amenazas... —Pues bien, Thérèse, he condenado mi tía a muerte... y pienso utilizar tu mano para ello. —¡Mi mano! —exclamé retrocediendo horrorizada...¡Pero, señor!, ¿cómo habéis podido concebir semejante proyecto?... No, no, disponed de mi vida si la queréis, pero no imaginéis jamás que obtendréis de mí el horror que me proponéis. —Atiende, Thérèse —me dijo el conde, tranquilizándome—, estaba seguro de tu reticencia, pero como eres inteligente estoy convencido de poder vencerla, de demostrarte que este crimen, que te parece tan enorme, sólo es en el fondo una cosa muy sencilla. »Dos desmanes se ofrecen aquí, Thérèse, a tus ojos poco filosóficos: la destrucción de una criatura que se nos asemeja, y el mal que aumenta esta destrucción, cuando esta criatura está próxima a nosotros. Respecto al crimen de la destrucción de un semejante, tenlo por seguro, querida muchacha, es puramente quimérico. El poder de destruir no se le ha concedido al hombre; posee, como máximo, el de variar las formas, pero no el de aniquilarlas. Ahora bien, cualquier forma es equivalente a los ojos de la naturaleza; nada se pierde en el crisol inmenso donde se ejecutan esas variaciones. Todas las porciones de materia que caen de él resurgen incesantemente bajo otras figuras y, sean cuales fueren nuestros procedimientos