Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 33
también él, decide someter a sus leyes al pecador empedernido; inventando para sus farsas todo lo que
puede satisfacer su lujuria o su glotonería así es como el bribón demuestra su misión. En cualquier caso,
tiene suerte; se unen al farsante unos cuantos satélites mediocres; se forma una secta; los dogmas de esta
canalla consiguen seducir a unos cuantos judíos: esclavos del poder romano, debían abrazar con júbilo
una religión que, liberándolos de sus grilletes, sólo los doblegaba al freno religioso. Adivinan sus
motivos, desvelan su indocilidad; detienen a los sediciosos; perece su jefe, pero de una muerte
excesivamente suave, sin duda, para su tipo de crimen, y por una imperdonable falta de reflexión dejan
dispersar a los discípulos de ese patán, en lugar de degollarlos con él. El fanatismo se apodera de las
mentes, las mujeres gritan, los locos se agitan, los imbéciles creen, y ya tenemos al más despreciable de
los seres, al más torpe de los bribones, al más grosero impostor que jamás haya existido, convertido en
Dios, en hijo de Dios, igual a su padre. ¡Todas sus fantasías consagradas, todas sus palabras convertidas
en dogmas, y sus simplezas en misterios! ¡El seno de su fabuloso Padre se abre para recibirle, y el
Creador, antes único, se convierte en triple para complacer a ese hijo digno de su grandeza! ¿Pero se
conformará ese santo Dios con tanto? No, nada de eso, su celeste poder se prestará a favores mucho
mayores. Por la voluntad de un sacerdote, o sea, de un truhán cubierto de mentiras y de crímenes, ese gran
Dios creador de todo lo que vemos se humillará hasta el punto de descender diez o doce millones de veces
cada mañana a un pedazo de harina amasada que, debiendo ser engullido por los fieles, se transmutará
inmediatamente en el fondo de sus entrañas en sus más viles excrementos, y eso para la satisfacción de su
tierno hijo, odioso inventor de tan monstruosa impiedad, en una cena tabernaria. Pero como lo dijo, así
tiene que cumplirse. Dijo: «Este pan que veis será mi carne y como tal la comeréis. Ahora bien, como yo
soy Dios, os comeréis a Dios, con lo cual el Creador del cielo y de la Tierra se convertirá, porque yo lo he
dicho, en la materia más vil que pueda desprenderse del cuerpo del hombre, y el hombre se comerá a
Dios, porque Dios es bueno y es omnipotente». Aunque parezca imposible, estas estupideces se propagan;
se atribuye su extensión a su verdad, a su grandeza, a su sublimidad, al poder de quien las introduce,
mientras que las causas más simples redoblan su fuerza, y el crédito adquirido por el error sólo encontró a
truhanes por una parte y a imbéciles por otra. Esta infame religión llega finalmente al trono, y un
emperador débil, cruel, ignorante y fanático revistiéndola con el estandarte real, mancha con ella los dos
extremos de la Tierra. Sin embargo, Thérèse, ¿qué peso pueden tener estas razones para una mente
analítica y filosófica? ¿Puede ver el sabio otra cosa en este revoltijo de fábulas espantosas que el fruto de
la impostura de unos cuantos hombres y la falsa credulidad de muchos más? Si Dios hubiera querido que
tuviéramos alguna religión, y fuera realmente poderoso, o, en otras palabras, si fuera realmente un Dios,
¿nos hubiera participado sus órdenes a través de medios tan absurdos?, ¿nos hubiera mostrado cómo
había que servirle a través de la voz de un despreciable bandido? Si es supremo, si es poderoso, si es
justo, si es bueno, ¿querrá ese Dios del que me hablas enseñarme a servirle y conocerle a través de
enigmas y de farsas? Motor soberano de los astros y del corazón de los hombres, ¿no puede instruirnos
sirviéndose de los primeros o convencernos grabándose en el segundo? Que acuñe un día en trazos de
fuego, en el centro del Sol, la ley que puede complacerle y desee imponernos; al leerla y contemplarla a
un tiempo, todos los hombres de un extremo al otro del universo, serán culpables si entonces no la siguen.
Pero indicar únicamente sus deseos en un rincón ignorado de Asia; elegir como seguidor al pueblo más
trapacero y más visionario; por sustituto, al más vil artesano, al más absurdo y pillo; embrollar hasta tal
punto la doctrina que se hace imposible comprenderla; insuflar su conocimiento a un pequeño número de
individuos; mantener a los restantes en el error, y castigarlos por haber permanecido en él... ¡No, Thérèse,
no, no! Tantas atrocidades no pueden guiarnos; preferiría mil veces morir antes que creerlas. Cuando el
ateísmo necesite mártires, que los designe y mi sangre estará dispuesta. Detestemos esos horrores,
Thérèse; que los improperios más duros cimenten el desprecio que merecen...
Apenas comenzaba yo a abrir los ojos y ya detestaba estas groseras fantasías; juré entonces que las
pisotearía y me prometí no volver jamás a ellas. Imítame, si quieres ser feliz; detesta, abjura y profana al
igual que yo tanto el objeto odioso de este culto horrible como el propio culto, creado para una quimera,
hecho, como ellas, para ser envilecido por todo lo que pretende alcanzar la sabiduría.
—¡Oh, señor! —contesté llorando—, privaríais a una desdichada de su más dulce esperanza si
marchitarais en su corazón esta religión que la consuela. Firmemente encariñada con lo que enseña y
absolutamente convencida de que los ataques que recibe sólo son consecuencia del libertinaje y de las
pasiones, ¿podría sacrificar a unas blasfemias y a unos sofismas que me horrorizan, la más querida idea
de mi espíritu, el más dulce alimento de mi corazón?