Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 21
cosas? Préstame un poco más de atención, Thérèse, y te haré cambiar de idea. La pérdida de la semilla
destinada a propagar la especie humana, hija mía, es el único crimen posible. En este caso, si esta semilla
ha sido metida en nuestro cuerpo con el único fin de la propagación, acepto que desviarla sea una ofensa.
Pero si queda demostrado que al colocar esta semilla en nuestros riñones, la naturaleza está muy lejos de
haber tenido el objetivo de emplearla por entero en la propagación, ¿qué más da, en este caso, Thérèse,
que se pierda en un lugar o en otro? El hombre que entonces la desvía no ocasiona mayor daño que la
naturaleza, que tampoco la emplea. Ahora bien, estas pérdidas de la naturaleza que a nosotros sólo nos
corresponde imitar, ¿acaso no se producen en muchísimos casos? En principio, la posibilidad de hacerlas
es una primera prueba de que no la ofenden en absoluto. Estaría en contra de todas las leyes de la equidad
y de la profunda sabiduría, que le reconocemos en todo, que permitiera lo que la ofende. En segundo
lugar, estas pérdidas son ejecutadas cien y hasta cien millones de veces todos los días por ella misma. Las
poluciones nocturnas, la inutilidad de la semilla en la época de los embarazos de la mujer, ¿no son
pérdidas autorizadas por sus leyes? Las cuales nos demuestran que, indiferente al destino de este licor al
que cometemos la estupidez de conceder tanta importancia, nos permite malgastarlo con la misma
despreocupación con que ella la practica todos los días; que tolera la propagación, pero siempre que la
propagación entre en sus cálculos; que sí quiere que nos multipliquemos, pero que, no ganando más en
este acto que en su contrario, la elección que nosotros hagamos le es indiferente; que, dejándonos dueños
de crear, de no crear o de destruir, no la contentaremos ni la ofenderemos en mayor medida adoptando,
ante una u otra opción, la que más nos convenga; y que la que elijamos, al no ser más que el resultado de
su poder y de su acción sobre nosotros, es mucho más probable que le guste que susceptible de ofenderle.
Ah, puedes creer, Thérèse, que la naturaleza se inquieta muy poco ante esos misterios a los que nosotros
cometemos la extravagancia de consagrarles un culto. Sea cual sea el templo en el que se sacrifica, si
permite que el incienso arda en él, es que el homenaje no la ofende. El mal uso o las pérdidas de la
semilla que sirve para la reproducción, la extinción de esta semilla cuando ha germinado, el
aniquilamiento de este germen incluso mucho tiempo después de su formación, todo eso, Thérèse, son
crímenes imaginarios que no interesan para nada a la naturaleza, y de los que se ríe como de todas
nuestras instituciones que, con frecuencia, la ultrajan en lugar de servirla.
«Corazón-de-Hierro» se excitaba al exponer sus pérfidas máximas, y no tardé en verle en el estado que
tanto me había asustado la víspera. Quiso, para dar más peso a la lección, juntar inmediatamente la
práctica al precepto; y sus manos, pese a mis resistencias, se perdían hacia el altar por donde el traidor
quería penetrar... ¿Tendré que confesároslo, señora? Pues bien, obcecada por las seducciones de aquel
malvado; contenta, al ceder un poco, de salvar lo que parecía más esencial; sin pensar ni en las
inconsecuencias de sus sofismas, ni en lo que yo misma iba a arriesgar, ya que aquel deshonesto hombre,
poseedor de unas medidas gigantescas, ni siquiera tenía la posibilidad de visitar una mujer en el lugar más
permitido, y llevado por su maldad natural, no tenía seguramente otro objetivo que el de lisiarme; con los
ojos fascinados por todo eso, digo, estaba a punto de abandonarme y, por virtud, convertirme en criminal;
mis resistencias se debilitaban; ya dueño del trono, el insolente vencedor sólo se ocupaba de instalarse en
él, cuando en el camino real se oyó el rumor de un carruaje. «Corazón-de-Hierro» abandona al instante
sus placeres por sus deberes, reúne a sus gentes y vuela hacia nuevos crímenes. Poco después oímos unos
gritos, y los malvados, ensangrentados, regresan triunfantes y cargados de trofeos.
Huyamos rápidamente —dijo «Corazón-de-Hierro»—, hemos matado a tres hombres, los cadáveres están
en el camino y ya no hay seguridad para nosotros.
Reparten el botín. «Corazón-de-Hierro» quiere que yo tenga mi parte. Ascendía a veinte luises, y me
fuerzan a tomarlos. Yo me estremezco ante la obligación de conservar ese dinero; sin embargo, nos
acucian, todos se preparan y partimos.
Al día siguiente nos encontrábamos a resguardo en el bosque de Chantilly. Durante la cena, contaron lo
que les había valido su última operación, y evaluando sólo en doscientos luises la totalidad de la presa,
uno de ellos dijo:
—¡A decir verdad, no valía la pena cometer tres asesinatos por una suma tan pequeña!
—Calma, amigos míos —contestó la Dubois—. No era por la cantidad por lo que yo misma os he