Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 20
—Claro que nos oponemos a eso, ángel mío —contestó «Corazón-de-Hierro»—, tienes que servir a
nuestros intereses o a nuestros placeres. Tus desgracias te imponen ese yugo, debes sufrirlo. Pero ya
sabes, Thérèse, que no hay nada en el mundo que no tenga remedio. Atiéndeme, pues, y decide tú misma
tu suerte: accede a vivir conmigo, querida, consiente en pertenecerme y te evitaré el triste papel que tienes
adjudicado.
—¡Yo, señor! —exclamé—, ¡convertirme en la querida de un...!
—Pronuncia la palabra, Thérèse, pronúnciala, de un bribón, ¿no es cierto? Lo confieso, pero no puedo
ofrecerte otros títulos. Ya puedes imaginarte que nosotros no nos casamos. El himeneo es un sacramento,
Thérèse, y puesto que sentimos igual desprecio por todos, jamás nos acercamos a ninguno. Sin embargo,
razona un poco: en la inevitable necesidad en que te hallas de perder lo que tanto quieres, ¿no es mejor
sacrificarlo a un solo hombre, que se convertirá a partir de entonces en tu apoyo y tu protector, que
prostituirse a todos?
—Pero ¿cómo es posible —contesté— que no haya otra solución?
—Porque estás en nuestras manos, Thérèse, y la razón del más fuerte siempre es la mejor, como dijo hace
tiempo La Fontaine. A decir verdad —prosiguió rápidamente—, ¿no es una ridícula extravagancia
conceder, como tú haces, tanto valor a la más banal de las cosas? ¿Cómo puede ser una muchacha tan
necia como para creer que la virtud depende de una mayor o menor amplitud en una de las partes de su
cuerpo? ¿Eh? ¿Qué puede importar a los hombres o a Dios que esta parte esté intacta o ajada? Y te digo
más: si la intención de la naturaleza es que cada individuo cumpla aquí abajo las funciones para las que ha
sido formado, y la única razón de existir de las mujeres es servir de goce a los hombres, resistir de ese
modo a la función que te ha encomendado es insultarla abiertamente. Es querer ser una criatura inútil para
el mundo y, por consiguiente, despreciable. Esta quimérica castidad, que desde tu infancia han cometido
la absurdidad de presentártela como una virtud y que, muy lejos de ser útil a la naturaleza y a la sociedad,
ultrajaba visiblemente a ambas, no es más que una testarudez reprensible de la que una persona tan
inteligente como tú no debiera sentirse culpable. Pero no importa y sigue escuchándome, querida
muchacha, porque voy a demostrarte el deseo que tengo de complacerte y de respetar tu debilidad. No
tocaré, Thérèse, ese fantasma cuya posesión tanto te deleita. Una muchacha tiene más de un favor que
conceder, y Venus puede ser celebrada en ella en más de un templo. Me contentaré con el más mediocre.
Ya sabes, querida, que al lado de los altares de Cipris, hay un antro oscuro donde acuden a aislarse los
Amores para seducirnos con mayor energía; ese será el altar donde quemaré el incienso. Allí no hay el
menor inconveniente. Si los embarazos te asustan, Thérèse, de esa manera no pueden producirse: tu
bonito talle no se deformará jamás. Y las primicias que te resultan tan dulces se conservarán sin
quebranto, y sea cual sea el uso que de ellas quieras hacer, podrás ofrecerlas puras. Nada puede traicionar
a una muchacha desde ese punto de vista, por rudos y múltiples que sean los ataques. Así que la abeja ha
libado el jugo, el cáliz de la rosa se cierra, y nadie es capaz de imaginar que alguna vez haya podido
entreabrirse. Hay muchachas que han disfrutado diez años de esta manera, e incluso con varios hombres,
y no por ello han dejado de casarse después y pasado por intactas. ¡Cuántos padres, cuántos hermanos,
han abusado así de sus hijas o de sus hermanas, sin que ellas se hayan vuelto menos dignas de sacrificar
después su himeneo! ¡A cuántos confesores también no ha servido esta misma ruta para solazarse, sin que
los padres tuvieran la menor idea! En una palabra, es el asilo del misterio, donde se encadena a los
Amores con los vínculos de la prudencia... ¿Tengo que decirte más, Thérèse? Aunque este templo sea el
más secreto, también es el más voluptuoso. Ahí sólo se encuentra lo necesario para la felicidad, y la vasta
comodidad de su vecino está muy lejos de valer los excitantes atractivos de un local que se alcanza con
esfuerzo, y en el que te alojas con trabajo. Hasta las mujeres ganan con ello, y aquellas a las que la razón
obliga a conocer este tipo de placeres, jamás lamentarán los otros. Pruébalo, Thérèse, pruébalo, y los dos
estaremos contentos.
—¡Oh, señor! —contesté—, no tengo ninguna experiencia sobre ese terreno, pero he oíd