Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 135

¡Bienvenida!: por lo menos, no sería ignominiosa, y me liberaría de todos los males. Suenan las ocho, aparece el carcelero; tiemblo. —Sígueme; vengo de parte de los señores de Saint-Florent y de Cardoville; procura aprovechar, como es debido, el favor que el cielo te ofrece. Aquí tenemos a muchos que desearían una gracia semejante y que jamás la conseguirán. Me arreglo lo mejor que puedo, sigo al carcelero que me entrega en manos de dos grandes truhanes cuyo feroz aspecto reduplica mi miedo. No dicen una sola palabra: el simón avanza, y bajamos en una vasta mansión que reconozco inmediatamente como la de Saint-Florent. La soledad en que todo parece estar no hace más que incrementar mi temor. Mientras tanto, mis guías me cogen del brazo, y subimos al cuarto piso, a unos pequeños aposentos que me parecieron tan decorados como misteriosos. A medida que avanzábamos, todas las puertas se cerraban detrás de nosotros, y así llegamos a un salón en el que no descubrí ninguna ventana: allí se encontraban Saint—Florent y el hombre que me dijo ser el señor de Cardoville, de quien dependía mi caso. Este personaje grueso y rechoncho, con una cara sombría y feroz, podía tener unos cincuenta años. Aunque estuviera en bata, era fácil ver que era un magistrado. Todo él desprendía un gran aspecto de severidad; me impresionó. ¡Cruel injusticia de la Providencia, es posible, por tanto, que el crimen asuste a la virtud! Los dos hombres que me habían traído, y que distinguía mejor a la luz de las velas que iluminaban aquella habitación, no tenían más de veinticinco o treinta años. El primero, que se llamaba La Rose, era un buen mozo moreno, con las proporciones de un Hércules: me pareció el mayor; el menor tenía unos rasgos más afeminados, unos bellísimos cabellos castaños y unos enormes ojos negros; medía por lo menos cinco pies y seis pulgadas, digno de un pintor, y la piel más hermosa del mundo: le llamaban Julien. A Saint—Florent, ya lo conocéis: tanta rudeza en las facciones como en el carácter, y sin embargo no era mal parecido. —¿Todo está cerrado? —dijo Saint-Florent a Julien. —Sí, señor —contestó el joven—: por orden vuestra hemos dado permiso a vuestros hombres, y el portero, que es el único que vigila, sabe que no tiene que abrir a nadie. Estas pocas palabras me pusieron al corriente de todo, me estremecí; pero ¿qué podía hacer con cuatro hombres delante de mí? —Sentaos ahí, amigos míos —dijo Cardoville, besando a los dos jóvenes—. Os utilizaremos cuando sea necesario. —Thérèse —dijo entonces Saint-Florent mostrándome a Cardoville—, éste es tu juez, el hombre del que dependes. Hemos razonado sobre tu caso, pero parece que tus crímenes son de tal índole que el arreglo es muy difícil. —Tiene cuarenta y dos testigos en contra —dijo Cardoville sentado sobre las rodillas de Julien, besándolo en la boca, y permitiendo a sus dedos los manoseos más inmodestos sobre el joven—; ¡hace mucho tiempo que no hemos condenado a muerte a nadie cuyos crímenes estén mejor comprobados! —¿Yo, crímenes comprobados? —Comprobados o no —dijo Cardoville levantándose y acercándose descaradamente a hablarme bajo la nariz—, serás quemada, p..., si con una entera resignación, con una obediencia ciega, no te prestas inmediatamente a todo lo que queramos exigir de ti. —Más horrores —exclamé—; ¡de acuerdo! ¡Sólo cediendo a las infamias podrá triunfar la inocencia de las trampas que le tienden los malvados! —Eso es natural —replicó Saint-Florent ; es preciso que el más débil ceda a los deseos del más fuerte, y si no que sea víctima de su maldad: ésta es tu historia, Thérèse, obedece pues.