Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Página 126
—Pero ¿acaso no te has opuesto al crimen que preparaba? ¿No lo has impedido, indigna criatura? Es
preciso que recibas tu castigo...
Y como ya entrábamos, no tuvo tiempo de decir más. La estancia donde me hacían pasar era tan suntuosa
como magníficamente iluminada. Al fondo, sobre una otomana, había un hombre con una bata de tafetán
flotante, de unos cuarenta años, y al que no tardaré en describiros.
—Monseñor —dijo la Dubois presentándome a él—, aquí tenéis a la joven que queríais, aquella por la
que se interesa todo Grenoble... la famosa Thérèse, en una palabra, condenada a ser colgada con los
monederos falsos, liberada después a causa de su inocencia y de su virtud. Admitid mi habilidad en
serviros, monseñor; hace cuatro días me hablasteis del extremo deseo que teníais de inmolarla a vuestras
pasiones; y hoy os la entrego. Es posible que la prefiráis a la bonita pensionista del convento de las
benedictinas de Lyon, que también habéis deseado, y que nos llegará dentro de un instante: aquélla tiene
su virtud física y moral, ésta sólo tiene la de los sentimientos; pero forma parte de su existencia, y no
encontraréis en parte alguna una criatura más llena de candor y de honestidad. Una y otra son vuestras,
monseñor: o las despedís a las dos esta noche, o a una hoy, y a la otra mañana. En cuanto a mí, os
abandono: las bondades que tenéis conmigo me han obligado a comunicaros mi aventura de Grenoble.
¡Un hombre muerto, monseñor, un hombre muerto! Tengo que escapar.
—¡Ah, no, no, encantadora mujer! —exclamó el señor de la casa—, no, quédate y no temas nada cuando
yo te protejo: tú eres el alma de mis placeres; sólo tú posees el arte de satisfacerlos y de excitarlos, y
cuanto más aumentas tus crímenes más se excita mi cabeza por ti... Pero esta Thérèse es bonita... —Y
dirigiéndose a mí—: ¿Qué edad tienes, hija mía?
—Veintiséis años, monseñor —contesté—, y muchas penas.
—Sí, penas, desgracias; ya lo sé, es lo que me divierte, es lo que he querido. Vamos a poner orden en
todo eso, terminaremos con todas tus desdichas; te aseguro que dentro de veinticuatro horas ya no serás
desdichada... —Y con espantosas carcajadas, agregó—: ¿No es verdad, Dubois, que tengo un medio
seguro para terminar con los infortunios de una joven?
—Sin duda —dijo aquella odiosa criatura—; y si Thérèse no fuera amiga mía no os la habría traído; pero
es justo que la recompense por lo que ha hecho por mí.
Nunca imaginaríais, monseñor, cuán útil me ha sido esta querida criatura en mi última empresa de
Grenoble. Vos os habéis dignado encargaros de mi gratitud, y os ruego que me hagáis quedar bien. La
oscuridad de aquellas frases, las que la Dubois me había dirigido al entrar, la clase de hombre con que
trataba, la joven que anunciaban, todo llenó al instante mi imaginación de una turbación que sería difícil
describiros. Un sudor frío se desprende de mis poros, y estoy a punto de desmayarme: ése es el momento
en que el comportamiento de aquel hombre acaba finalmente por iluminarme. Me llama, comienza por
dos o tres besos en los que nuestras bocas se ven obligadas a unirse: atrae mi lengua, la chupa, y mete la
suya en el fondo de mi garganta para absorber hasta mi respiración. Me hace inclinar la cabeza sobre mi
pecho, y alzando mis cabellos, observa atentamente la nuca de mi cuello.
—¡Oh, es delicioso! —exclama, apretando fuertemente esta parte—. Jamás he visto nada tan bien unido:
será delicioso separarlo.
Esta última frase despejó todas mis dudas: comprobé claramente que me encontraba una vez más con uno
de esos libertinos de pasiones crueles, cuyas voluptuosidades predilectas consisten en disfrutar de los
dolores o de la muerte de las desdichadas víctimas que les buscan a base de dinero, y que corría el peligro
de perder la vida.
En aquel instante llaman a la puerta; sale la Dubois y trae inmediatamente a la joven lionesa de la que
acababa de hablar.
Intentaré esbozaros ahora los dos nuevos personajes con los que me veréis. El monseñor, de quien jamás