Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 125
Al pensar en las opiniones de Valbois admití que eran buenas, en la medida en que estaba tan convencido
de que yo tenía un aspecto culpable, como seguro de que no lo era; que lo único que hablaba en mi favor,
la recomendación hecha a Dubreuil en el instante del paseo, mal explicada, se me había dicho, por él en el
momento de su muerte, no llegaría a ser una prueba tan triunfante como para que yo contara con ella; con
lo cual me decidí prontamente. Se lo comuniqué a Valbois.
—Me gustaría —me dijo— que mi amigo me hubiera encargado algunas disposiciones favorables para
vos, las cumpliría con el mayor placer, me gustaría también que me hubiera dicho que era a vos a quien
debía el consejo de vigilar su habitación; pero no ha hecho nada de todo eso. Así que me veo obligado a
limitarme a la mera ejecución de sus órdenes. Las desgracias que habéis sufrido por él me decidirían, si
pudiera, a hacer algo por mi cuenta, señorita, pero comienzo el comercio, soy joven, mi fortuna es
limitada, estoy obligado a rendir al instante las cuentas de Dubreuil a su familia; permitidme, pues, que
me ciña al único pequeño servicio que os ruego que aceptéis: aquí tenéis cinco luises, y allí una honrada
comerciante de Chalon—sur—Saône, mi patria. Esta regresa allí tras haber parado veinticuatro horas en
Lyon donde la reclaman algunos asuntos; os pongo en sus manos. Señora Bertrand —continuó Valbois,
llevándome hacia esta mujer—, ésta es la joven de la que os hablé; os la recomiendo, desea colocarse. Os
ruego con la misma insistencia que si se tratara de mi propia hermana que os toméis todas las molestias
posibles para encontrarle en nuestra ciudad algo que convenga a su persona, a su nacimiento y educación;
para que hasta entonces no le suponga ningún gasto, yo os responderé de todo la primera vez que nos
veamos. Adiós, señorita —prosiguió Valbois pidiéndome permiso para abrazarme—; la señora Bertrand
parte mañana al despuntar el día; seguidla, y que algo más de felicidad pueda acompañaros en una ciudad
donde tal vez tenga la satisfacción de volveros a ver pronto.
La honradez de ese joven, que básicamente no me debía nada, me hizo derramar lágrimas. Los buenos
tratos son muy dulces cuando se lleva tanto tiempo experimentando otros odiosos. Acepté sus dones
jurándole que trabajaría hasta estar en situación de podérselos devolver algún día. «¡Ay!», pensé al
retirarme, «aunque la práctica de una nueva virtud acaba de precipitarme en el infortunio, por lo menos,
por primera vez en mi vida, la esperanza de un consuelo se ofrece en ese abismo espantoso de males,
donde la virtud sigue precipitándome.»
Era pronto: la necesidad de respirar me hizo bajar al muelle del Isère, con la intención de pasear por él
unos instantes; y, como ocurre casi siempre en tales casos, mis reflexiones me llevaron muy lejos.
Encontrándome en un lugar aislado, me senté allí para pensar con mayor comodidad. Mientras tanto llegó
la noche sin que yo pensara en retirarme, cuando de repente me sentí agarrada por tres hombres. Uno me
coloca la mano en la boca, y los otros dos me arrojan precipitadamente a un carruaje, suben a él conmigo,
y hendimos los aires durante tres horas largas, sin que ninguno de esos bandidos se dignara a decirme una
sola palabra ni contestar a ninguna de mis preguntas. Las cortinas están bajadas, no veía nada. El carruaje
llega cerca de una casa, se abren las puertas para recibirlo, y se cierran inmediatamente. Mis guías me
arrastran, me hacen atravesar así estancias sombrías, y me dejan finalmente en una, cerca de la cual hay
una habitación en la que descubro luz.
—Quédate ahí —me dijo uno de mis raptores retirándose con sus compañeros—, no tardarás en ver a
conocidos tuyos.
Y desaparecen, cerrando con cuidado todas las puertas. Casi al mismo tiempo, la de la habitación en la
que percibía la claridad se abre, y veo salir de ella, con una vela en la mano... ¡oh, señora!, adivinad quién
podía ser...