Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 124
semejante. Aquel joven honrado y sensible me demuestra el más vivo agradecimiento por el servicio que
quiero prestarle; se interesa por mis infortunios, y me propone suavizarlos con el don de su mano.
—Me siento demasiado feliz de poder reparar los errores que la Fortuna ha cometido con vos, señorita —
me dice—; yo soy mi propio dueño, no dependo de nadie. Me voy a Ginebra para una inversión
considerable de unas cantidades que vuestros buenos consejos me salvan, así que vendréis conmigo. Al
llegar allí me convertiré en vuestro esposo, y sólo apareceréis en Lyon bajo este título, o si lo preferís,
señorita, si sentís alguna desconfianza, sólo en mi propia patria os daré mi apellido.
Tal ofrecimiento me halagaba demasiado para que me atreviera a rechazarlo; pero tampoco me convenía
aceptarlo sin hacer escuchar a Dubreuil todo lo que podría hacerle arrepentirse; me agradeció mi
delicadeza, y me urgió con mayor insistencia... ¡Qué infeliz criatura era yo! ¡Era preciso que la dicha sólo
se me ofreciera para llenarme más vivamente de pena al no poderla aprovechar jamás! ¡Era preciso que
ninguna virtud pudiera nacer en mi corazón sin ocasionarme tormentos!
Nuestra conversación ya nos había llevado a dos leguas de la ciudad, y nos disponíamos a bajar para
disfrutar de la frescura de unas alamedas al borde del Isère, por las que teníamos la intención de pasear,
cuando de repente Dubreuil me dice que se sentía muy mal... Baja, y le sorprenden unos espantosos
vómitos; le hago subir inmediatamente al coche, y regresamos apresuradamente a la ciudad. Dubreuil está
tan mal que hay que llevarle a su habitación; su estado sorprende a su socio al que encontramos allí, y
que, siguiendo sus órdenes, no había salido de ella. Llega un médico. ¡Cielos, Dubreuil está envenenado!
Así que me entero de la fatal noticia, corro al apartamento de la Dubois. ¡La infame había desaparecido!
Entro en mi habitación, el armario ha sido forzado, el poco dinero y las ropas que poseo desaparecidos.
Me aseguran que la Dubois emprendió hace tres horas el viaje a Turín. No había ninguna duda de que era
la autora de esta multitud de crímenes: se había presentado en el cuarto de Dubreuil; irritada por encontrar
gente, se había vengado conmigo, y había envenenado a Dubreuil, cenando, para que, a la vuelta, si
hubiera conseguido robarle, aquel desdichado joven, más preocupado por su vida que por perseguir a la
que robaba su fortuna, la dejara escapar con seguridad, y yo pudiera resultar más sospechosa que ella en
vista de que el accidente de su muerte ocurría en mis brazos. Nada nos probó sus combinaciones, pero
¿cabía imaginar que fueran otras?
Vuelvo corriendo a ver a Dubreuil: no me dejan aproximarme; protesto por esta negativa, me cuentan la
causa. El desdichado expira, y ya sólo se ocupa de Dios. Sin embargo, me ha exculpado; yo soy inocente,
asegura; prohibe expresamente que me persigan; muere. Apenas ha cerrado los ojos, su socio se apresura
a darme la noticia, rogándome que esté tranquila. ¡Ay! ¿Podía estarlo? ¿Podía no llorar amargamente la
muerte de un hombre que se había ofrecido tan generosament