Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 122
—De acuerdo, señora —contesté—, pero razonemos un instante a partir de vuestros mismos principios;
¿con qué derecho pretendéis exigir que mi conciencia sea tan firme como la vuestra, cuando no ha estado
acostumbrada desde la infancia a vencer los mismos prejuicios? ¿A título de qué exigís que mi mente, que
no está organizada como la vuestra, pueda adoptar los mismos sistemas? Admitís que existe una suma de
bien y de mal en la naturaleza, y que se precisa, por consiguiente, una cierta cantidad de seres que
practican el bien, y otra que se entregan al mal. Así pues, la opción que yo tomo está en la naturaleza; y
¿de dónde exigiríais a partir de ahí que yo me apartara de las reglas que prescribe? Encontráis, me decís,
la dicha en el camino que recorréis: ¡bien!, señora, ¿por qué yo no puedo encontrarla igualmente en el que
yo sigo? No creáis por otra parte que la vigilancia de las leyes deje en reposo largo tiempo al que las
infringe; acabáis de ver un ejemplo clamoroso de ello: de los quince bribones con los que yo vivía, uno se
salva, catorce perecen ignominiosamente...
—¿Y eso es lo que tú llamas una desgracia? —continuó la Dubois—. Pero ¿qué significa esta ignominia
para el que ya no tiene principios? Cuando se ha superado todo, cuando el honor sólo es para nosotros un
prejuicio, la reputación, algo indiferente, la religión, una quimera, la muerte, un aniquilamiento total, ¿no
es lo mismo perecer en un cadalso que en la cama? En el mundo hay dos tipos de malvados, Thérèse:
aquel a quien una fortuna poderosa, un crédito prodigioso, pone al amparo de este fin trágico, y aquel que
no lo evitará si lo atrapan. Este último, nacido sin bienes, debe tener un único deseo, si es inteligente:
llegar a rico al precio que sea. Si lo consigue, tiene lo que ha querido, debe estar contento; si es
ajusticiado, ¿qué lamentará, ya que no tiene nada que perder? Así pues, las leyes son nulas a los
malvados, puesto que no alcanzan al que es poderoso, y es imposible que las tema el miserable, ya que su
espada es su único recurso.
—¿Y creéis —continué— que la Justicia celestial no espera en el otro mundo al que el crimen no ha
atemorizado en éste?
—Creo —replicó la peligrosa mujer— que si existiera un Dios, habría menos mal en la Tierra; creo que si
este mal existe, o estos desórdenes han sido ordenados por ese Dios, y se trata entonces de un ser bárbaro,
o es incapaz de impedirlos: a partir de ese momento, se trata de un dios débil, y en ambos casos de un ser
abominable, un ser cuya cólera debo desafiar y cuyas leyes despreciar. Ay, Thérèse. ¿No es mejor el
ateísmo que uno u otro de ambos extremos? Ese es mi sistema, querida muchacha, lo sigo desde la
infancia, y seguramente no renunciaré a él en toda la vida.
—Me hacéis estremecer, señora —dije levantándome—, perdonad que no pueda seguir escuchando ni
vuestros sofismas ni vuestras blasfemias.
—Un momento, Thérèse —dijo la Dubois, reteniéndome—, si no puedo vencer tu razón, que cautive por
lo menos tu corazón. Te necesito, no me niegues tu ayuda; ahí tienes mil luises, te pertenecerán así que el
golpe esté dado.
Escuchando aquí únicamente mi inclinación a hacer el bien, pregunté inmediatamente a la Dubois de qué
se trataba, a fin de prevenir, si podía, el crimen que se disponía a cometer.
—Es lo siguiente —me dijo—: ¿te has fijado en el joven negociante de Lyon que lleva cuatro o cinco días
comiendo aquí?
—¿Quién? ¿Dubreuil?
—Exactamente.
—¿Y qué?
—Está enamorado de ti, me lo ha contado en secreto; tu aire modesto y dulce le gusta infinitamente, ama
tu candor y le encanta tu virtud. Este amante novelesco tiene ochocientos mil francos en oro o en papel
moneda en un cofrecito al lado de su cama. Déjame hacer creer a este hombre que tú consientes en
escucharle: que eso sea cierto o no, ¿qué te importa? Yo le animaré a proponerte un paseo fuera de la