Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | 页面 121

no sea obra suya? ¿Es razonable, por tanto, decir que nos permitiría o nos daría inclinaciones hacia algo que le perjudicaría, o que le resultaría inútil? Así pues, si los vicios le sirven, ¿por qué querríamos nosotros resistirnos? ¿Con qué derecho nos empeñaríamos en destruirlos? ¿Y a santo de qué sofocaríamos su voz? Un poco más de filosofía en el mundo no tardaría en ponerlo todo en orden, y haría ver a los magistrados y a los legisladores que los crímenes que censuran y castigan con tanto rigor tienen a veces un grado de utilidad mucho mayor que esas virtudes que predican sin practicarlas ellos mismos y sin recompensarlas jamás. —Pero aunque yo fuera lo bastante débil, señora —contesté—, para abrazar vuestros espantosos sistemas, ¿cómo conseguiríais sofocar el remordimiento que harían nacer a cada instante en mi corazón? —El remordimiento es una quimera —me dice la Dubois—; sólo es, mi querida Thérèse, el murmullo imbécil de un alma bastante tímida como para no atreverse a aniquilarlo. —¿Aniquilarlo? ¿Es posible? —Nada más fácil. Sólo nos arrepentimos de lo que no solemos hacer; repite con frecuencia lo que te ocasiona remordimientos y no tardarás en apagar los; enfréntales la llama de las pasiones, las poderosas leyes del interés, y no tardarás en disiparlos. El remordimiento no demuestra el crimen, denota únicamente un alma fácil de subyugar; si llega una orden absurda que te prohibe salir al instante de esta habitación, tú no saldrás de ella sin remordimientos, por muy claro que esté que no haces, sin embargo, ningún mal en salir de ella. Así pues, no es cierto que sólo el crimen provoca remordimientos. Convenciéndose de la nulidad de los crímenes, de lo necesarios que son respecto al orden general de la naturaleza, sería posible, por tanto, vencer con tanta facilidad el remordimiento que se sentiría después de haberlos cometido como podrías tú sofocar el que nacería de tu salida de esta habitación después de la orden ilegal que habrías recibido de permanecer en ella. Es necesario comenzar por un análisis exacto de todo lo que los hombres denominan crimen para convencerse de que sólo caracterizan así la infracción de sus leyes y de sus costumbres nacionales; lo que se denomina crimen en Francia, deja de serlo a doscientas leguas de allí; no existe ninguna acción que sea real y universalmente considerada como crimen en toda la Tierra; ninguna que, viciosa o criminal aquí, no sea loable y virtuosa a algunas millas de aquí; todo es cuestión de opinión y de geografía, y es absurdo, por tanto, querer limitarse a practicar unas virtudes que son crímenes en otro lugar, y escapar de unos crímenes que son acciones excelentes bajo otro clima. Ahora te pregunto si puedes, después de estas reflexiones, conservar todavía remordimientos por haber cometido, por placer o por interés, un crimen en Francia que es una virtud en la China; si debo sentirme muy desdichada, molestarme prodigiosamente, por practicar en Francia unas acciones que me harían quemar en el Siam. Ahora bien, si el remordimiento sólo existe en razón de la prohibición, si sólo nace de los restos del freno y en absoluto de la acción cometida, ¿es un gesto muy sabio dejarlo subsistir en sí? ¿No es estúpido no sofocarlo inmediatamente? Si nos acostumbramos a considerar como indiferente la acción que tiende a provocar remordimientos; si la juzgamos así gracias al estudio reflexivo de los hábitos y costumbres de todas las naciones de la Tierra; y, como consecuencia de este esfuerzo, repetimos esta acción, sea cual sea, con la mayor frecuencia posible; o, mejor aún, la realizamos con mayor fuerza que la que tratamos, a fin de acostumbrarnos mejor a ella, el hábito y la razón no tardarán en destruir el remordimiento; no tardarán en aniquilar ese movimiento tenebroso, fruto exclusivo de la ignorancia y de la educación. Sentiremos a partir de entonces que nada es un crimen real, arrepentirse, una estupidez, y una pusilanimidad no atreverse a hacer todo lo que pueda sernos útil o agradable, sean cuales sean los diques que haya que abatir para conseguirlo. Tengo cuarenta y cinco años, Thérèse; cometí mi primer crimen a los catorce años. Aquél me liberó de todos los lazos que me estorbaban; a partir de entonces no