Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 114
vosotras sucesivamente del desencantamiento de este tullido, y ay de la que consiga devolverle su
energía.
—Es una injusticia —dijo Suzanne—; la que mejor os excite debe ser la que obtenga el perdón.
—En absoluto —dijo Roland—; así que quede demostrado quién es la que me inflama mejor, se afirma
que es la misma cuya muerte me proporcionará más placer... y a mí sólo me interesa el placer. Por otra
parte, si concediera el perdón a la que me excite antes, lo intentaríais una y otra con tal ardor que es
posible que sumierais mis sentidos en el éxtasis antes de que el sacrificio fuera consumado, y no debe ser
así.
—Es querer el mal por el mal, señor —le dije a Roland—. El complemento de vuestro éxtasis es lo único
que debéis desear, y si lo conseguís sin crimen, ¿por qué queréis cometerlo?
—Porque sólo así lo alcanzaré de manera deliciosa, y porque jamás desciendo a esta bodega si no es para
cometer uno. Sé perfectamente bien que lo conseguiría sin eso, pero lo quiero para conseguirlo.
Y, durante este diálogo, habiéndome elegido para comenzar, lo excito por delante con una mano, con la
otra por detrás, mientras él toca a su capricho todas las partes de mi cuerpo que se le ofrecen a través de
mi desnudez.
—Todavía falta mucho, Thérèse —me dijo tocándome las nalgas— para que estas hermosas carnes estén
en el mismo estado de callosidad y de mortificación que las de Suzanne. Aunque abrasáramos las de esta
querida joven, seguro que no lo notaría; pero tú, Thérèse, pero tú.... son todavía rosas que abrazan lirios:
ya lo conseguiremos, ya lo conseguiremos.
No podéis imaginaros, señora, cómo me tranquilizó esta amenaza: sin duda Roland no se daba cuenta, al
hacerla, de la tranquilidad que esparcía en mí, pero ¿acaso no quedaba claro que, si proyectaba someterme
a nuevas crueldades, no tenía ganas todavía de inmolarme? Ya os he dicho, señora, que todo afecta en la
desgracia, y a partir de entonces me sentí aliviada. ¡Otro incremento de dicha! Yo no conseguía nada, y
aquella masa enorme, blandamente replegada debajo de sí misma, resistía a todas mis sacudidas. Suzanne,
en la misma posición, era manoseada en los mismos lugares; pero como sus carnes estaban mucho más
endurecidas; Roland la trataba aún con menos consideraciones, pese a que Suzanne fuera más joven.
—Estoy convencido —decía nuestro perseguidor— de que ni los látigos más terribles conseguirían ahora
arrancar una gota de sangre de ese culo.
Nos hizo agachar a las dos, y alcanzando con nuestra posición inclinada los cuatro caminos del placer, su
lengua coleó en los dos más estrechos, y el malvado escupió en los otros. Nos cogió por delante, nos hizo
arrodillarnos entre sus muslos, de modo que nuestros pechos se hallaran a la altura de lo que le
excitábamos.
—¡Oh!, en lo que se refiere al pecho —dijo Roland— Suzanne te gana. Jamás tuviste unas tetas tan
hermosas. ¡Mira, fíjate lo dotada que está!
Y diciendo eso, apretaba el seno de aquella desdichada hasta magullarlo entre sus dedos. Entonces ya no
era yo quien lo excitaba, Suzanne me había sustituido. Apenas se encontró en sus manos cuando el dardo,
saliendo del carcaj, ya amenazaba vivamente todo lo que lo rodeaba.
—Suzanne —dijo Roland—, un éxito terrible... Me temo, Suzanne, que es tu sentencia —proseguía aquel
hombre feroz pellizcándole y arañándole los pezones.
En cuanto a los míos, sólo los chupaba y mordisqueaba. Coloca finalmente a Suzanne de rodillas en el
borde del sofá. Le hace agachar la cabeza, y disfruta de ella en esta posición, de la espantosa manera que
le es natural: reavivada por nuevos dolores, Suzanne se debate, y Roland, que sólo quiere escaramuzas,
satisfecho con algunas correrías, viene a refugiarse en mí en el mismo templo donde ha sacrificado en el