Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 111
rabia, y en esta ocasión golpea la otra puerta con tanto vigor que el dardo humedecido se sume en ella
desgarrándome. Roland aprovecha los éxitos de este primer empujón; sus esfuerzos se hacen más
violentos; gana terreno; a medida que avanza, el cordón fatal que me ha pasado alrededor del cuello se
estrecha, yo lanzo unos aullidos espantosos; el feroz Roland, a quien le divierten, me anima a
aumentarlos, demasiado seguro de su insuficiencia, demasiado dueño de detenerlos cuando quiera; se
excita con sus sonidos agudos. Sin embargo, la ebriedad está a punto de apoderarse de él, las
compresiones del cordón se modulan según los grados de su placer; poco a poco mi voz se apaga; los
apretones se hacen entonces tan vivos que mis sentidos flaquean sin perder por ello la sensibilidad;
rudamente zarandeada por el enorme miembro con que Roland desgarra mis entrañas, pese al espantoso
estado en que me encuentro, me siento inundada por los chorros de su lujuria; todavía oigo los gritos que
lanza al derramarlos. Le sucede un instante de estupor, no sé lo que me pasa, pero pronto mis ojos
vuelven a abrirse a la luz, me siento libre, despejada, y mis órganos parecen renacer.
—Así me gusta, Thérèse —me dice mi verdugo—. Apuesto a que, si quieres ser sincera, sólo has sentido
placer.
—¡Horror, señor, repugnancia, angustia y desesperación!
—Me engañas, conozco los efectos que acabas de sentir; pero me da igual cuáles hayan sido. Me imagino
que ya debes conocerme bastante como para estar bien segura de que, en lo que hago contigo, tu
voluptuosidad me preocupa infinitamente menos que la mía, y la voluptuosidad que busco ha sido tan
intensa, que voy a seguir con ella un rato más. Sólo de ti, ahora, Thérèse —me dijo el insigne libertino—,
sólo de ti dependerá tu vida.
Pasa entonces alrededor de mi cuello la cuerda que colgaba del techo; una vez fuertemente fijada, ata al
taburete sobre el que yo ponía los pies y que me había levantado hasta allí, un cordel cuyo cabo sostiene,
y se coloca en un sillón frente a mí. Yo tengo en las manos una afilada podadera que debo utilizar para
cortar la cuerda en el momento en que, mediante el cordel que él empuña, tire del taburete debajo de mis
pies.
Ya lo ves, Thérèse —me dijo entonces—, si tú fallas, yo no fallaré. Así que no me equivoco al decirte que
tu vida depende de ti.
Se excita; llega el momento de su ebriedad en que debe tirar del taburete cuya desaparición me deja
colgada del techo. Hace cuanto puede por disimular ese instan te; estaría encantado si yo careciera de
maña; pero por mucho que haga, lo adivino, la violencia de su éxtasis lo traiciona, le veo realizar el fatal
movimiento, el taburete se escapa, yo corto la cuerda y caigo al suelo, totalmente suelta; allí, aunque a
más de doce pies de él; ¿lo creeríais, señora?, siento mi cuerpo inundado por las pruebas de su delirio y de
su frenesí.
Otra en mi lugar, aprovechando el arma que tenía en las manos, se hubiera sin duda arrojado sobre aquel
monstruo; pero ¿de qué me habría valido ese rasgo de valor? Sin contar con las llaves de aquellos
subterráneos, ignorando sus vericuetos, moriría antes de conseguir salir de ellos; además Roland iba
armado; así que me levanté, dejando el arma en el suelo, para que él no concibiera sobre mí la más ligera
sospecha; no la tuvo; había saboreado el placer en toda su amplitud, y contento de mi dulzura, de mi
resignación, mucho más quizá que de mi destreza, me indicó que saliera, y subimos.
Al día siguiente, examiné mejor a mis compañeras. Las cuatro mujeres tenían de veinticinco a treinta
años; aunque embrutecidas por la miseria y deformadas por el exceso de trabajo, conservaban todavía
algunos restos de belleza; sus talles eran bellos, y la más joven, llamada Suzanne, con unos ojos
encantadores, conservaba una bellísima cabellera; Roland la había tomado en Lyon, había conseguido sus
primicias, y después de haberla arrebatado a su familia, bajo los juramentos de desposarla, la había traído
a aquel espantoso castillo. Llevaba allí tres años, y, aún más que sus compañeras, era el objeto de las
ferocidades del monstruo: a fuerza de vergajazos, sus nalgas se habían vuelto tan callosas y duras como
una piel de vaca secada al sol; tenía un cáncer en el seno izquierdo y un absceso en la matriz que le
causaba unos dolores increíbles. Todo eso era la obra del pérfido Roland; cada uno de aquellos horrores