Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 110

contiguas, las arañaba. Me hizo lo mismo en el pecho, lo magulló de tal manera que durante quince días sufrí unos dolores horribles. Después me colocó en el borde del sofá, frotó con alcohol aquel musgo con que la naturaleza adornó el altar donde nuestra especie se regenera. Le prendió fuego y lo quemó. Sus dedos agarraron la excrescencia de carne que corona ese mismo altar, la restregó con dureza; desde allí, metió sus dedos en el interior, y sus uñas irritaban la membrana que lo tapiza. Ya sin poder contenerse, me dijo que puesto que me tenía en su guarida, era mejor que ya no me saliera de ella, que eso le evitaría el esfuerzo de bajarme de nuevo. Me arrojé a sus rodillas, me atreví a recordarle una vez más los servicios que yo le había prestado... Descubrí que le excitaba aún más al volver a hablarle de unos derechos que yo suponía a su piedad; me dijo que me callara, derribándome sobre las baldosas de un rodillazo asestado con todas sus fuerzas en el hueco de mi estómago. —¡Vamos! —me dijo, levantándome por los cabellos—, ¡vamos! Prepárate; es seguro que voy a inmolarte... —¡Ay, señor! —No, no, tienes que morir. No quiero oírte reprocharme más tus miserables favores; no me gusta deber nada a nadie, son los demás quienes deben depender por completo de mí... Morirás, te digo, métete en este ataúd, que yo vea si cabes en él. Me lleva allí, me encierra, luego sale del panteón, y finge que me deja allí. Jamás me había creído tan cerca de la muerte. ¡Ay!, no tardaría en verla, sin embargo, bajo un aspecto todavía más real. Roland regresa, me saca del ataúd. —Estarás muy bien ahí dentro —me dice—; diríase que está hecho a tu medida; pero dejarte acabar ahí tranquilamente, sería una muerte demasiado hermosa. Voy a hacerte sentir otra diferente que no deja de tener también sus dulzuras. ¡Vamos!, implora a tu Dios, ramera, ruégale que acuda a vengarte, si realmente tiene poder... Me arrojo sobre el reclinatorio y mientras en voz alta abro mi corazón al Eterno, Roland incrementa sobre las partes traseras que le expongo sus vejaciones y sus suplicios de una manera aún más cruel. Con todas sus fuerzas flagela estas partes con unas disciplinas armadas con puntas de acero, cada uno de cuyos azotes hacía saltar mi sangre hasta la bóveda. —¡Así que tu Dios no te ayuda! —proseguía blasfemando—. Permite sufrir a la virtud infortunada, la abandona en manos de la maldad. ¡Ah! ¡Qué Dios, Thérèse, qué clase de Dios es ese Dios! Ven —me dijo a continuación—, ven, ramera, ya has rezado bastante —y al mismo tiempo me coloca sobre el estómago, en el borde del sofá que estaba al fondo del gabinete—; ya te lo he dicho, Thérèse, ¡tienes que morir! Se apodera de mis brazos, los ata sobre mis riñones, luego pasa alrededor de mi cuello un cordón de seda negra cuyos dos extremos, siempre sostenidos por él, pueden, apretándolos a su voluntad, comprimir mi respiración y mandarme al otro mundo en el mayor o menor tiempo que se le antoje. —Este tormento es más dulce de lo que te crees, Thérèse —me dijo Roland—; sólo sentirás la muerte en medio de inefables sensaciones de placer. La compresión que esta cuerda efectuará sobre la masa de tus nervios encenderá los órganos de la voluptuosidad. Es un efecto seguro. Si todas las personas condenadas a este suplicio supieran en qué ebriedad hace morir, menos asustados de este castigo que de sus crímenes, los cometerían con mayor frecuencia y con mucha mayor seguridad. Esta deliciosa operación, Thérèse, al comprimir también el local donde voy a introducirme —añade acercándose a una ruta criminal, tan digna de semejante malvado—, doblará también mis placeres. Pero inútilmente intenta abrirla; por más que prepare los accesos, demasiado monstruosamente proporcionado para conseguirlo, sus intentos son siempre rechazados. Entonces es cuando su furor supera los límites; sus uñas, sus manos, sus pies sirven para vengarle de las resistencias que le opone la naturaleza. Se acerca de nuevo, la espada encendida resbala por los bordes del canal vecino, y del vigor del empujón penetra en él cerca de la mitad; yo lanzo un grito. Roland, furioso por el error, se retira con