Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 109
—Quítate la ropa —me dijo, arrancándome él mismo la que había recuperado para cubrirme durante la
noche—... sí, quítate todo eso y sígueme. Antes te he hecho sentir lo que arriesgabas dándote a la pereza;
pero si te entraran ganas de traicionarnos, como el crimen sería mucho mayor, el castigo debería ser
proporcional. Así pues, ven a ver de qué tipo sería.
Yo me hallaba en un estado difícil de describir, pero Roland, sin dar a mi ánimo el tiempo de estallar, me
coge inmediatamente del brazo y me arrastra. Me conducía con la mano derecha; con la izquierda sostenía
una pequeña linterna que nos iluminaba débilmente. Después de varias vueltas nos hallamos a la puerta de
una bodega; la abre, y haciéndome pasar en primer lugar, me dice que baje mientras él cierra esta primera
cerca; obedezco. A unos cien peldaños hallamos una segunda, que se abre y cierra de la misma manera;
pero después de ésta, ya no había escalera: sólo un pequeño camino tallado en la roca, lleno de
sinuosidades, y cuya pendiente era extremadamente pronunciada. Roland no decía palabra, su silencio
aún me horrorizaba más. Nos iluminaba con su linterna. Así viajamos cerca de un cuarto de hora. El
estado en que me encontraba me hacía sufrir aún más vivamente la horrible humedad de aquellos
subterráneos. Al final habíamos bajado tanto, que no temo exagerar afirmando que el lugar al que
llegamos debía estar a más de ochocientos pies en las entrañas de la tierra. A derecha e izquierda del
sendero que recorríamos había varios nichos, en los que vi unos cofres que contenían las riquezas de
aquellos malhechores. Al final se presenta una última puerta de bronce, y estuve a punto de quedarme
patidifusa al descubrir el espantoso local al que me conducía aquel indecente; viéndome vacilar, me
empuja con rudeza, y así entro, sin quererlo, en aquel espantoso sepulcro. Imaginaos, señora, un panteón
redondo, de veinticinco pies de diámetro, cuyos muros tapizados de negro sólo estaban decorados por los
más lúgubres objetos, esqueletos de todo tipo de tamaños, osamentas en forma de aspa, cráneos, haces de
varas y de látigos, sables, puñales, pistolas: ésos eran los horrores que se veían en los muros que
iluminaba una lámpara de tres mechas, colgada de una de las esquinas de la bóveda. De la cimbra partía
una larga soga que caía a tres o cuatro metros del suelo en medio de aquel calabozo, y que, como no
tardaréis en ver, sólo estaba ahí para servir espantosas maniobras. A la derecha había un ataúd que
entreabría el espectro de la Muerte armado con una guadaña amenazadora; tenía al lado un reclinatorio; y
encima se veía un crucifijo, colocado entre dos velones negros. A la izquierda, la efigie en cera de una
mujer desnuda, tan natural que durante largo rato me confundió: estaba atada a una cruz por la parte
delantera, de modo que se veían fácilmente todas sus partes posteriores, cruelmente magulladas; la sangre
parecía manar de varias heridas y correr a lo largo de sus muslos; mostraba la más bella cabellera del
mundo, su hermosa cabeza estaba vuelta hacia nosotros y parecía implorar su merced: se distinguían
todas las contorsiones del dolor grabarías en su bello rostro, y hasta las lágrimas que lo inundaban. Ante
el aspecto de la terrible imagen, estuve a punto de desmayarme por segunda vez; el fondo del panteón
estaba ocupado por un amplio sofá negro, desde el cual se abrían a las miradas todas las atrocidades de
aquel l