Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 106
Di las gracias a mi protector, y me tomé la libertad de preguntarle por qué eventualidad un hombre como
él se exponía a viajar sin séquito, y, tal como acababa de ocurrirle, a ser molestado por unos malandrines.
—Un poco cargado de peso, aunque joven y vigoroso, hace varios años —me dijo Roland— que tengo la
costumbre de viajar de mi casa a Vienne de esta manera. Con ello mejoran mi salud y mi bolsa: no es que
esté en la obligación de vigilar mis gastos, porque soy rico; no tardaréis en ver la prueba, si me hacéis el
favor de venir a mi casa; pero el ahorro jamás estropea nada. En cuanto a los dos hombres que acaban de
ofenderme, son dos gentilhombres del cantón, a los que gané cien luises la pasada semana, en una casa de
juego de Vienne; me conformo con su palabra, hoy los encuentro, les pido lo que me deben, y así es como
me tratan.
Yo deploraba con ese hombre la doble desgracia de que era víctima, cuando me propuso continuar el
viaje: —Gracias a vuestros cuidados, me siento algo mejor —me dijo Roland—; la noche se acerca,
lleguemos a una posada que debe estar a dos leguas de aquí. Mediante los caballos que allí tomaremos
mañana, podremos llegar a mi casa por la noche.
Absolutamente decidida a aprovechar unos auxilios que el cielo parecía enviarme, ayudo a Roland a
ponerse en marcha, le sostengo durante el camino, y encontramos efectivamente a dos leguas de allí la
posada que había indicado. Allí cenamos correctamente los dos juntos; después de la comida, Roland me
confía a la dueña de la posada, y de mañana, montando dos mulas de alquiler que escoltaba el criado de la
posada, cruzamos la frontera del Delfinesado, encaminándonos siempre hacia las montañas. Como la
tirada era demasiado larga para hacerla en un día, nos detuvimos en Virieu, donde recibí los mismos
cuidados y las mismas consideraciones de mi amo, y al día siguiente proseguimos nuestra marcha siempre
en la misma dirección. A las cuatro de la tarde, llegamos al pie de las montañas: allí, haciéndose el
camino casi impracticable, Roland recomendó al mulero que no se separara de mí por miedo a un
accidente y penetramos en las gargantas. No hicimos más que dar vueltas, subir y bajar durante más de
cuatro leguas, y hasta tal punto habíamos abandonado cualquier morada y cualquier camino hollado, que
me creí al final del universo. A mi pesar, una cierta inquietud se apoderó de mí; Roland no pudo dejar de
notarla, pero no decía palabra, y su silencio aún me asustaba más. Al fin divisamos un castillo
encaramado en la cresta de una montaña, al borde de un precipio espantoso, en el que parecía a punto de
desplomarse: ningún camino parecía llevar a él; el que seguíamos, utilizado únicamente por las cabras,
totalmente lleno de guijarros, llegaba sin embargo a esa terrorífica guarida, que se parecía más a un asilo
de ladrones que a la morada de personas virtuosas.
—Ahí está mi casa —me dijo Roland, así que creyó que el castillo había tropezado con mis miradas. Y
cuando yo le expliqué mi asombro por verle habitar una soledad semejante, me contestó con brusquedad:
—Es lo que me conviene.
Esta respuesta reduplicó mis temores: nada escapa en la desdicha; una palabra, una inflexión más o menos
acusada en aquellos de quienes dependemos, sofoca o reanima la esperanza. Pero como ya no podía tomar
una opción diferente, me contuve. A fuerza de dar vueltas, la antigua mansión apareció de repente ante
nosotros: a lo máximo nos separaba de ella un cuarto de legua. Roland se apeó de su mula, y, diciéndome
que hiciera otro tanto, devolvió las dos al criado, le pagó y le ordenó que se volviera. Este nuevo gesto
aún me inquietó más; Roland se dio cuenta.
—¿Qué os pasa, Thérèse? —me dijo, mientras nos encaminábamos a su casa—. No os halláis fuera de
Francia; este castillo está en las fronteras del Delfmesado, depende de Grenoble.
—De acuerdo, señor —contesté—; pero ¿cómo se os ha ocurrido estableceros en un sitio tan peligroso?
—Es que los que lo habitan no son personas muy honradas —dijo Roland—; es muy posible que no te
sientas edificada por su conducta.
—¡Ah, señor! —le dije temblando—. Me hacéis estremecer, ¿adónde me estáis llevando?