Literatura BDSM Justine o Los Infortunios de La Virtud (Sade) | Page 105
¿Habría podido? Regresé rápidamente a mi posada, tan humillada por un infortunio que me suscitaban
tales proposiciones como rebelada contra la opulencia que se atrevía a hacerlas.
Salí de Lyon al día siguiente para tomar el camino del Delfinesado, imbuida siempre de la loca esperanza
de que un poco de dicha me aguardaba en esta provincia. Así que estuve a dos leguas de Lyon, a pie como
de costumbre, con un par de camisas y unos cuantos pañuelos en mis bolsillos, me encontré con una
anciana que me abordó con aire de dolor y que me imploró una limosna. Lejos de la dureza de la que tan
crueles ejemplos acababa de recibir, sin conocer otra dicha en el mundo que la de complacer a un
desdichado, saqué al instante mi bolsa con la intención de sacar de ella un escudo y dárselo a esta mujer;
pero la indigna criatura, mucho más rápida que yo, aunque en un primer momento la hubiera juzgado
vieja y sin fuerzas, salta ágilmente sobre mi bolsa, se apodera de ella, me derriba de un vigoroso puñetazo
en el estómago, y sólo reaparece a mis ojos a cien pasos de allí, rodeada de cuatro tunantes que me
amenazan si me atrevo a avanzar.
«¡Dios mío!», exclamo con amargura, «¡así que es imposible que mi alma se abra a algún sentimiento
virtuoso sin que yo sea al instante castigada con los más severos castigos!» En ese momento fatal me
abandonó todo mi valor: todavía hoy pido muy sinceramente perdón al cielo; pero la desesperación me
cegó. Me sentí tentada de abandonar una carrera en la que se ofrecían tantas espinas: se presentaban dos
opciones, la de juntarme con los bribones que acababan de robarme, o la de retroceder a Lyon para
aceptar allí la proposición de Saint-Florent. Dios me concedió la gracia de no sucumbir, y aunque la
esperanza que encendió de nuevo en mí fuera engañosa, ya que me seguían esperando tantas
adversidades, le agradezco, sin embargo, que me hubiera apoyado: la fatal estrella que me condujo,
aunque inocente, al cadalso, no me valdrá más que la muerte; otras opciones me hubiesen valido la
infamia y la primera es mucho menos cruel que las restantes.
Sigo dirigiendo mis pasos hacia la ciudad de Vienne, decidida, para llegar a Grenoble, a vender allí lo que
me quedaba. Caminaba entristecida, cuando, a un cuarto de legua de esa ciudad, descubro en la llanura, a
la derecha del camino, dos jinetes que maltrataban a un hombre a los pies de sus caballos, y que, después
de haberlo dejado como muerto, escaparon a galope tendido; este espantoso espectáculo me enterneció
hasta las lágrimas. «¡Ay!», me dije, «he aquí un hombre más digno de lástima que yo; a mí me queda por
lo menos la salud y la fuerza, puedo ganarme la vida, y si este desdichado no es rico, ¿qué será de él?»
Por mucho que hubiera debido precaverme de los impulsos de la conmiseración, por funesta que resultara
para mí entregarme a ellos, no pude vencer el extremo deseo que experimentaba de acercarme a ese
hombre y de prodigarle mis auxilios. Corro hacia él, respira gracias a mis cuidados un poco de
aguardiente que llevaba conmigo: abre finalmente los ojos, y sus primeras palabras son de
agradecimiento; todavía más deseosa de serle útil, desgarro una de mis camisas para vendar sus heridas y
restañar su sangre: sacrifico por este desgraciado una de las pocas pertenencias que me quedan.
Cumplidos estos primeros cuidados, le hago beber un poco de vino; el infortunado ha recuperado por
completo el sentido; lo observo y le conozco mejor. Aunque fuera a pie, y con un equipaje bastante ligero,
no parecía sin embargo de pobre condición, tenía algunos objetos de valor, unas sortijas, un reloj, unas
cajas, aunque todo ello muy estropeado por su aventura. Me pregunta, así que puede hablar, quién es el
ángel benefactor que le aporta esta ayuda, y qué puede hacer por demostrarle su gratitud. Poseyendo
todavía la simplicidad de creer que un alma encadenada por el reconocimiento debería ser mía sin rodeos,
creo poder disfrutar con seguridad del dulce placer de hacer compartir mis lágrimas a quien acaba de
derramarlas en mis brazos: le pongo al corriente de mis desdichas, las escucha con interés, y cuando he
llegado a la última catástrofe que acaba de sucederme, cuyo relato le permite ver el estado de miseria en
que me hallo, exclama:
—¡Qué feliz soy de poder por lo menos agradecer cuanto acabáis de hacer por mí! Me llamo Roland —
prosigue el aventurero—, poseo un castillo muy hermoso en la montaña, a unas quince leguas de aquí, os
invito a seguirme; y para que est