y traería la pieza. Y precisamente... Mientras, con el corazón palpitante, recordaba los
labios rosas y delicados de Jacqueline bajo el pelaje rubio de su vientre, en el anillo más
delicado y rosa todavía entre sus nalgas que no se había atrevido a forzar más que tres veces,
oyó moverse a Sir Stephen en su habitación. Sabía que él podía verla aunque ella no lo viera
y, una vez más, se sintió dichosa de aquella exposición constante, de estar encerrada en
aquella cárcel de su mirada. Natalie estaba sentada en la alfombra blanca, en el centro de la
habitación, como una mosca en la leche; pero O, de pie frente a la tripuda cómoda que le
servía de tocador sobre la cual se veía reflejada hasta medio cuerpo en un espejo antiguo,
un poco verdosa y desdibujada, como en un estanque, recordaba uno de aquellos grabados
de finales del otro siglo en que las mujeres andaban desnudas en la penumbra de las casas,
en pleno verano. Cuando Sir Stephen empujó la puerta, ella se volvió tan aprisa, apoyando
la espalda en la cómoda, que los hierros que colgaban entre sus piernas chocaron con uno
de los tiradores de bronce y tintinearon.
—Natalie —dijo Sir Stephen—, trae la caja blanca que quedó abajo, en la segunda sala.
Al volver, Natalie dejó la caja sobre la cama, la abrió y uno a uno fue sacando y
desenvolviendo de su papel de seda, los objetos que conten ía y fue entregándolos a Sir
Stephen. Eran máscaras. Eran a la vez máscaras y tocados hechos para cubrir toda la
cabeza y no dejaban al descubierto, además de los ojos, por unas pequeñas ranuras, la boca
y el mentón. Gavilán, halcón, lechuza, zorro, león, toro... eran sólo máscaras de animales
de tamaño humano, pero hechas con la piel o las plumas del verdadero animal, con la órbita
del ojo sombreada por pestañas cuando el animal tenía pestañas (como el león), y lo
bastante largas para cubrir los hombros de quien las llevara. Bastaba ceñir una cincha
bastante ancha, disimulada bajo aquella especie de capa que caía por la espalda, para que
la máscara se amoldara estrechamente al labio superior (tenía un orificio para cada fosa
nasal) y a las mejillas. Un armazón de cartón moldeado y endurecido, colocado entre el
revestimiento exterior y el forro de piel, mantenía rígida la forma. Delante del espejo
grande, en el que se reflejaba de cuerpo entero, O se probó todas las máscaras. La más
singular y también la que más la transformaba y más natural le parecía era una de las de
lechuza (había dos), seguramente porque era de plumas leonadas y beige, color que se
confundía con el de su piel tostada. La capa de plumas le ocultaba casi por completo los
hombros, caía hasta media espalda y, por delante, hasta el nacimiento de los senos. Sir
Stephen le hizo quitarse la pintura de los labios y, cuando se hubo despojado de la
máscara, le dijo:
—Está bien, vas a ser la lechuza para el Comandante. Pero O, quiero pedirte perdón, te
llevarán sujeta a una cadena. Natalie, trae del primer cajón de mi escritorio una cadena y
unas pinzas.
Natalie le llevó la cadena y las pinzas con las que Sir Stephen abrió el primer eslabón que
enganchó en la segunda anilla que O llevaba al vientre y volvió a cerrarlo. La cadena,