parecida a las que se utilizan para pasear a los perros —y para eso había servido— tenía
una longitud de un metro y medio y terminaba en un mosquetón. Cuando O volvió a ponerse
la máscara, Sir Stephen dijo a Natalie que tomara el extremo de la cadena y que diera unas
vueltas por la habitación, delante de O. Natalie dio tres vueltas, llevando a O, desnuda y con la
máscara, sujeta a la cadena por el vientre.
—Está bien —dijo Sir Stephen—. El Comandante tenía razón. También habrá que hacerte
depilar por completo. Eso lo dejaremos para mañana. Por el momento, conserva puesta la
cadena.
La misma noche, y por primera vez en compañía de Jacqueline y de Natalie, de René y de Sir
Stephen, O cenó desnuda, con la cadena pasada entre las piernas hacia atrás y atada a la
cintura. Servía Nora sola y O procuraba rehuir su mirada: dos horas antes, Sir Stephen la
había mandado llamar.
Fueron las laceraciones, frescas todavía, más que los hierros y que la marca de las nalgas lo
que consternó a la muchacha del instituto de belleza en el que O fue a hacerse depilar al
día siguiente. Por más que O le dijo que aquella depilación a la cera, en la que se arranca el
pelo de raíz, no era menos dolorosa que un latigazo y trató incluso de explicarle, si no cuál
era su vida, por lo menos, que era feliz, no hubo manera de calmar su espanto. Lo único que
O consiguió con sus palabras fue que, en lugar de mirarla con compasión, como al
principio, la mirase con horror. Por muy amablemente que diera las gracias, al terminar el
servicio, cuando iba a salir de la cabina en la que había estado abierta como para el amor,
por mucho dinero que dejase, le daba la impresión de que, en lugar de despedirla, la
echaban. ¿Qué importaba? Era evidente que el contraste entre el vello de su vientre y las
plumas de la máscara resultaba poco estético, como evidente era que aquel aspecto de
estatua de Egipto que le-daba la máscara y que sus hombros anchos, sus caderas finas y sus
piernas largas acentuaban, exigía que su piel estuviera totalmente lisa. Pero únicamente las
efigies de las diosas salvajes tienen alta y visible la ranura del vientre, entre cuyos labios apa recía la arista de labios más finos. ¿Se ha visto alguna que estuviera taladrada por aros? O
se acordó de la muchacha pelirroja y llenita que estaba en casa de Anne-Marie y que
decía que su dueño no utilizaba la anilla de su vientre más que para atarla a la cama y
también que quería que estuviera depilada porque sólo así estaba desnuda del todo. O
temía desagradar a Sir Stephen, a quien tanto le gustaba atraerla hacia sí tirando del vello
de su ٥