con jersey y pantalón negro, la llevaba sujeta por la cadena cuyo mosquetón estaba
enganchado al brazalete que llevaba en la muñeca derecha. Conducía Sir Stephen. La
luna, casi llena, estaba alta e iluminaba con manchas como de nieve la carretera, los
árboles y las casas de los pueblos, dejando todo lo dem ás en una negrura de tinta china.
Todavía se veían grupos de personas en las puertas y, al paso de aquel coche cerrado (Sir
Stephen no había bajado la capota), se percibía cierto revuelo de curiosidad. Ladraban los
perros. Donde daba la luz, los olivos parecían nubes de plata flotando a dos metros del suelo
y los cipreses, plumas negras. En aquel paisaje, que la noche hacía fantástico, nada parecía
real más que el olor de la salvia y el espliego. La carretera subía continuamente y, sin
embargo, el mismo aire caliente envolvía la tierra. O se quitó la capa. Allí no la veían; ya
no había nadie. Diez minutos después, pasado un bosque de robles verdes, en lo alto de una
cuesta, Sir Stephen aminoró la marcha ante una tapia en la que había una puerta cochera
que se abrió al acercarse el automóvil. Paró en un antepatio, mientras alguien cerraba la
puerta de la tapia. Bajó del coche e hizo bajar a Natalie y a O quien por orden suya dejó en
el coche la capa y los zuecos. La puerta que él empujó se abría a un claustro porticado
Renacimiento del que sólo quedaban tres lados y, por el cuarto, el patio embaldosado
comunicaba con una terraza embaldosada también. Una decena de parejas bailaban en la
terraza y el patio y, en mesitas iluminadas por velas, había mujeres muy escotadas y
hombres con chaquetilla blanca. El tocadiscos estaba bajo la galería de la izquierda y un
buffet, en la de la derecha. Pero la luna iluminaba tanto como las velas y cuando dio de lleno
en O, a la que conducía Natalie, que era como una pequeña sombra negra, los que la vieron
dejaron de bailar y los hombres que estaban sentados se pusieron de pie. El camarero que se
ocupaba del tocadiscos, al notar que ocurría algo, dio media vuelta y estupefacto, paró el
disco. O dejó de avanzar. Sir Stephen, inmóvil dos pasos detrás de ella, esperaba también. El
Comandante apartó a los que se habían agrupado en torno a O y empezaban ya a llevar
antorchas para verla mejor.
— ¿Quién es? —preguntaban—. ¿A quién perteneces?
—A ustedes, si la quieren —respondió.
Y se llevó a Natalie y a O a un rincón de la terraza en el que había un banco de piedra
recubierto por una colchoneta y adosado a un muro bajo. Cuando O estuvo sentada, con la
espalda apoyada en el muro y las manos descansando en las rodillas y Natalie, en el suelo, a
la izquierda, a sus pies, todavía con la cadena enganchada a la pulsera, él se alejó. O lo buscó
con la mirada y, al principio, no alcanzaba a verle. Después lo adivinó, tendido en una
tumbona en el otro extremo de la terraza. Podía verla y ella se sintió más tranquila. Volvía
a sonar la música y las parejas bailaban de nuevo. Algunas se acercaban a ella como por casualidad, sin dejar de bailar. Luego, una lo hizo sin disimulo y era la mujer la que
arrastraba al hombre. O los miraba fijamente con los ojos muy abiertos bajo su plumaje,
como los ojos del ave nocturna que figuraba. Era tan fantástico su aspecto que lo que