Literatura BDSM Historia de O | Page 98

prometido prestarla la semana siguiente, pues el hombre le daba las gracias. Y entonces Sir Stephen, tomándola por la nuca, le dijo suavemente que despertara y que subiera a su habitación y le esperase allí con Natalie. ¿Merecía la pena sentirse tan turbada y que Natalie, loca de alegría por la idea de ver a O abierta por otro que no fuera Sir Stephen, bailara a su alrededor una especie de danza piel roja gritando: — ¿Crees que te entrará también en la boca, O? ¿No te has fijado cómo te miraba la boca? ¡Ah, qué suerte tienes de que te deseen así! Seguro que te golpea con el látigo. Tres veces ha mirado las marcas. Por lo menos, durante ese tiempo no pensarás en Jacqueline. — ¡Pero si no estoy pensando continuamente en Jacqueline! —dijo O—. Eres estúpida. —No; no soy estúpida y sé muy bien que la echas de menos. Era verdad, pero no del todo. Lo que O echaba de menos no era Jacqueline, sino un cuerpo de muchacha con el que pudiera hacer lo que quisiera. De no haberlo tenido prohibido, hubiera tomado a Natalie y lo único que le impedía quebrantar la prohibición era la certeza de que, dentro de unas semanas, le entregarían a Natalie en Roissy y que sería ante ella, por ella y gracias a ella como Natalie sería entregada. Ardía por suprimir aquella muralla de aire, de espacio, de vacío, que existía entre Natalie y ella, al tiempo que se deleitaba en aquella espera que le había sido impuesta. Se lo dijo a Natalie, que movió negativamente la cabeza, con incredulidad. —Si Jacqueline estuviera aquí y se dejara, la acariciarías. —Claro que sí —dijo O, riendo. — ¿Lo ves...? ¿Cómo hacerle comprender, aunque, ¿valía realmente la pena?, que no, que O no estaba enamorada de Jacqueline, como tampoco lo estaba de Natalie, ni de ninguna muchacha en particular, sino de las muchachas en general y de la misma forma en que puede uno estar enamorado de su propia imagen, aunque siempre le parecían las otras más hermosas y conmovedoras que ella? El placer que le producía ver a una muchacha jadear bajo sus caricias, cerrársele los ojos y erguirse la punta de sus senos bajo sus labios y sus dientes, introducirle la mano en el vientre y en el dorso —y sentirla contraerse en torno a sus dedos y oírla gemir— era algo que le daba vértigo y era tan fuerte aquel placer porque le hacía presente el placer que ella proporcionaba a su vez cuando se contraía en torno al que la poseía, y gemía, con la diferencia de que ella no conceb ía poderse entregar a una mujer, sino sólo a un hombre. Le parecía, además, que las muchachas que ella acariciaba pertenecían por derecho al hombre al que pertenecía ella y que si ella estaba allí era para representarlo a él. Si Sir Stephen hubiera entrado en su habitación mientras ella acariciaba a Jacqueline, aquellos días en que Jacqueline se reunía con ella a la hora de la siesta, sin el menor remordimiento, al contrario, con un placer total, hubiera separado con sus propias manos los muslos de Jacqueline si él hubiera querido poseerla, en lugar de limitarse a mirar a través del tabique calado. Podían lanzarla a la caza, era un ave de presa con dotes naturales que abatir ía