Jacqueline se echó a reír y O la miró y enrojeció.
—Podríais haber elegido otro momento —dijo René, interpretando equivocadamente la risa
de Jacqueline y el sonrojo de O.
—No es eso —dijo Jacqueline—. ¿No sabías que tu hermosa y obediente amiga no es tan
obediente cuando tú no estás? Fíjate qué arrugado tiene el vestido.
O estaba de pie en medio de la sala, de cara a René. Él le dijo que se volviera, pero ella no
pudo moverse.
—Además, cruza las rodillas —continuó Jacqueline—. Pero eso no se nota, desde luego. Y
tampoco, que trata de conquistar a los chicos.
—Eso no es verdad —gritó O—. ¡Si has sido tú!
O saltó sobre Jacqueline y René la sujetó en el momento en que iba a golpearla. Se debatía
entre sus manos, por el placer de sentirse la más débil, estar a su merced, cuando, al
levantar la cabeza, vio a Sir Stephen en la puerta, mirándola. Jacqueline había retrocedido
hasta el diván, con su pequeño rostro endurecido por el miedo y la cólera y O sintió que
René, aunque ocupado sujetándola a ella, sólo estaba pendiente de Jacqueline. Dejó de debatirse y, desesperada al verse pillada en falta por Sir Stephen, repitió, ahora en voz baja:
—No es verdad. Juro que no es verdad.
Sin una palabra, sin una mirada para Jacqueline, Sir Stephen hizo una seña a René para
que soltara a O, y a O le indicó que pasara. Pero, al otro lado de la puerta, O sintió que la
empujaba hacia la pared, que le asía el vientre y los senos y le abría la boca con la lengua y
gimió de felicidad y de alivio. La punta de sus senos se endurecía bajo la mano de Sir
Stephen. Con la otra mano, él le palpaba tan rudamente el vientre que ella pensó que iba a
des mayarse. ¿Se atrevería a decirle algún día que no había placer, ni alegría, ni fantasía que
pudiera compararse con la felicidad que sentía por la libertad con que él se servía de ella,
por la idea de que no le guardaba ningún miramiento ni ponía límite a la forma en que
buscaba el placer en su cuerpo? La certeza que tenía de que cuando él la tocaba, ya fuera
para acariciarla o para golpearla, que cuando le ordenaba algo era únicamente porque lo
deseaba, la certeza de que él no pensaba más que en su propio placer, colmaba a O de tal
manera que, cada vez que tenía prueba de ello, o solamente cada vez que lo pensaba, se
abatía sobre ella una capa de hierro, una coraza ardiente que le iba desde los hombros hasta
las rodillas. Allí, de pie, apoyada contra la pared, con los ojos cerrados, murmurando que
lo quería, cuando no le faltaba el aliento, sent ía que las manos de Sir Stephen, aunque
frescas como una fuente sobre su fuego, la hacían arder más todavía. Él se apartó
suavemente, dejó caer su falda sobre sus muslos húmedos y cerró el bolero sobre sus senos
erguidos.
—Ven conmigo, O. Te necesito —le dijo.
Entonces, al abrir los ojos, O descubrió que en la habitación había alguien más. Aquella
gran pieza desnuda y encalada, parecida a la sala de la entrada, se abría también al jardín y,