en la mesa el vaso de agua helada y sus miradas se cruzaron, hizo comprender a O que
Jacqueline se sabía descubierta. Pero no parecía inquieta. Fue O la que enrojeció.
— ¿Tienes calor? —preguntó Jacqueline—, En cinco minutos nos vamos. Además, te
sienta muy bien.
Después, volvió a sonreír, pero esta vez con tan tierno abandono, levantando los ojos hacia
su interlocutor, que parecía imposible que éste no se abalanzara a besarla. Pero no. Él era
demasiado joven para saber el impudor que hay en la inmovilidad y el silencio. Dejó que
Jacqueline se levantara, le tendiera la mano y le dijera adiós. Ya lo llamaría. Él se despidió
también de la sombra que para él había sido O y, de pie en la acera, vio alejarse el «Buick»
negro por la avenida, entre las casas, que el sol quemaba, y el mar excesivamente azul. Las
palmeras parecían recortadas de hojalata, los transeúntes, muñecos de cera mal fundida,
animados por un mecanismo absurdo.
— ¿Tanto te gu