hablaba a través de ellos, más allá de ellos, tratando constantemente de alcanzar, en un
esfuerzo mudo y agotador, parecido a los esfuerzos que se hacen en sueños para saltar en el
tranvía que arranca, para asirse al parapeto del puente que se hunde, tratando de alcanzar la
razón de ser, la verdad de Jacqueline que debían de existir en algún lugar dentro de su piel
dorada, como, bajo la porcelana, el mecanismo que hace llorar a las muñecas. «Ya está aquí
—se decía O—, ya está aquí el día que tanto temía yo, el día en que yo no fuera para René
más que la sombra de una vida pasada. Y ni siquiera estoy triste, sólo siento lástima de él, y
puedo verlo a diario sin que me duela que ya no me desee, sin amargura, sin pesar. Y, sin
embargo, hace sólo unas semanas corrí a suplicarle que me dijera que me quería. ¿Era esto
mi amor, algo tan frágil, tan consolable? Pero ni siquiera estoy consolada: si soy feliz.
¿Bastaba, pues, que me diera a Sir Stephen para que me desligara de él y entre unos brazos
nuevos naciera a un nuevo amor?» Pero, ¿qué era René al lado de Sir Stephen? Cuerda de
heno, amarra de paja, cadenas de corcho, éstos eran los símbolos de los lazos con que había
querido sujetarla él, para desecharla tan pronto. Pero, i qué seguridad, qué delicia la anilla de
hierro que taladra la carne y pesa siempre, la marca que nunca se bo rrará, la mano de un amo
que te tiende un lecho de roca, el amor de un dueño que sabe apoderarse sin piedad de
aquello que ama! Y O se decía que, a fin de cuentas, no había amado a René sino para
aprender lo que era el amor y saber darse mejor, esclavizada y colmada, a Sir Stephen. Pero
al ver a René —que tan libre fuera con ella y a quien ella amaba por su libertad— moverse
como envarado, como andando por el agua, con las piernas enredadas entre las hierbas de un
estanque que parece inmóvil pero está cruzado por corrientes profundas, inflamaba a O de
odio hacia Jacqueline. ¿Lo adivinó René o lo dejó traslucir ella, imprudente? Cometió un
error. Una tarde, fueron las dos a Cannes a la peluquería y después se sentaron en la
terraza de la Réserve. Jacqueline, con pantalón pirata y jersey de lino negro, extinguía a su
alrededor hasta la lozanía de los niños, tan lisa, dorada, dura y clara aparecía bajo el pleno
sol, tan insolente, tan hermética. Dijo a O que tenía una cita con el director que había
rodado en París, para unos exteriores, probablemente en las montañas situadas detrás de
Saint-Paul-de-Vence. Allí estaba el muchacho, derecho y decidido. No hacía falta que hablara.
Que estaba enamorado de Jacqueline era evidente. No había más que ver cómo la miraba.
¿Qué tenía de sorprendente? Lo sorprendente era Jacqueline. Recostada en uno de los
grandes sillones basculantes de la terraza, le escuchaba hablar de fechas, de citas y de la
dificultad de encontrar el dinero necesario para terminar la película. Tuteaba a Jacqueline,
quien respondía con movimientos de cabeza, entornando los ojos. O estaba sentada frente a
ella y el muchacho, entre las dos. No tuvo la menor dificultad en observar que Jacqueline, con
los ojos entornados y al amparo de los párpados inmóviles, espiaba el deseo del muchacho,
como hacía siempre, creyendo que nadie lo notaba. Pero lo asombroso era verla turbada por
él, con los brazos a lo largo del cuerpo, sin sombra de sonrisa, grave como nunca la viera O
ante René. Una sonrisa de apenas un segundo, cuando O se inclinó hacia delante para dejar