varias veces y mantenérselas abiertas a plena luz: la lámpara de la mesita de noche estaba
encendida. Los postigos estaban cerrados y la habitación, casi a oscuras, pese a las rayas de luz
que se filtraban a través de las rendijas de la madera. Jacqueline gimió más de una hora
con las caricias de O y, al fin, con los senos erguidos, los brazos levantados, apretando los
barrotes de la cabecera de la cama estilo italiano, empezó a gritar cuando O, separando los
lóbulos orlados de pálido vello, mordió lentamente la cresta de carne sobre la que se unían,
entre los muslos, los finos y suaves labios. O la sentía arder, rígida bajo su lengua y la hizo
gritar sin pausa hasta que se distendió bruscamente, con todos los resortes rotos, húmeda de
placer. Luego, la envió a su habitación, donde se durmió; pero estaba ya despierta y arreglada
cuando, a las cinco, René fue a buscarla para salir al mar con Natalie en un pequeño bote de
vela, como solían hacer a última hora de la tarde, aprovechando la suave brisa que entonces se
levantaba.
— ¿Dónde está Natalie? —preguntó René.
Natalie no estaba en su habitación ni en la casa. La llamaron por el jardín. René se acercó
al bosque de encinas que se extendía a continuación del jardín. Nadie contestó.
—Seguramente, ya estará en la cala —dijo René—. O en el bote.
Se fueron sin volver a llamarla. Fue entonces cuando O, que estaba tumbada en una
hamaca en la terraza, vio a través de la balaustrada a Natalie que corría hacia la casa. Se
levantó y se puso la bata, pues hacía aún mucho calor y estaba desnuda. Se anudaba el
cinturón cuando entró Natalie hecha una furia y se arrojó sobre ella.
— ¡Ya se fue! ¡Por fin se fue! —gritó—. Le he oído. O, os he oído a las dos. Estuve
escuchando detrás de la puerta. Tú la besas y la acaricias. ¿Por qué no me acaricias a mí?
¿Por qué no me besas? ¿Es porque soy morena y no soy bonita? Ella no te quiere, O, y yo sí.
—Y se echó a llorar.
«Ah, vamos», se dijo O. Hizo sentar a la niña en un sillón y sacó de la cómoda un
pañuelo grande. (Era de Sir Stephen.) Cuando los sollozos de Natalie se hubieron calmado
un poco, le enjugó las lágrimas. Natalie le pidió perdón y le besó las manos.
—Aunque no quieras besarme, O, deja que me quede a tu lado. Quiero estar siempre a tu
lado. Si tuvieras un perro, dejarías que estuviera a tu lado. Si no quieres besarme y prefieres
pegarme, pégame, pero no me eches.
—Calla, Natalie, no sabes lo que dices —murmuró O en voz baja.
La pequeña, también en voz baja y abrazándose a las rodillas de O, respondió:
—Oh, sí lo sé muy bien. La otra mañana, te vi en la terraza, vi las iniciales y los
morados. Y me ha dicho Jacqueline...
— ¿Qué te ha dicho?
—Dónde estuviste. O, y lo que te hacían.
— ¿Te ha hablado de Roissy?