tan poca naturalidad que O volvió a echarse a reír.
—Mientes, querida. Eres estúpida. Tienes perfecto derecho a acostarte con él. Pero ése no
es motivo para que me rechaces. Deja que te acaricie. Te hablaré de Roissy.
¿Temía Jacqueline que O le hiciera una violenta escena de celos y cedió porque se sentía
aliviada, o fue por curiosidad, para obtener explicaciones de O, o, simplemente, porque le
gustaban la paciencia, la lentitud y la pasión con que O la acariciaba? Lo cierto es que cedió.
—Cuenta —dijo después a O.
—Sí; pero antes bésame la punta de los senos. Ya es hora de que empieces a acostumbrarte,
si quieres servir de algo a René.
Jacqueline obedeció y obedeció tan bien que hizo gemir a O.
—Cuenta —insistió.
Por fiel y claro que fuera el relato de O y pese a que ella misma era prueba material de
cuanto decía, a Jacqueline le pareció delirante.
— ¿Y vas a volver en setiembre? —le preguntó.
—Cuando regresemos del Mediodía. Yo misma te llevaré. O te llevará René.
—Ya me gustaría verlo —dijo Jacqueline—. Pero verlo nada más.
—Desde luego. Es posible —dijo O que estaba convencida de lo contrario; pero se decía que
si ella podía convencer a Jacqueline para que cruzara la verja de Roissy, Sir Stephen se lo
agradecería. Después, bastarían los criados, las cadenas y los lá tigos para enseñarla a obedecer.
Ella sabía ya que en la casa que Sir Stephen había alquilado cerca de Cannes donde ella debía
pasar el mes de agosto con René, Jacqueline y con él y también con la hermana menor de
Jacqueline que ésta había pedido permiso para llevar consigo —no porque quisiera hacerle un
favor, sino porque su madre la atosigaba para que convenciera a O— sabía que la habitación
que ella ocuparía y en la que Jacqueline no podría negarse a dormir por lo menos la siesta,
cuando René no estuviera, estaba separada de la habitación de Sir Stephen por un tabique que
parecía macizo y no lo era, sino que consistía en un enrejado calado y bas taba levantar una
cortina para ver y oír lo que ocurría al otro lado con la misma claridad como si estuviera uno
de pie al lado de la cama. Jacqueline estaría expuesta a la mirada de Sir Stephen mien tras O la
acariciaba y cuando se enterase ya sería demasiado tarde. O se complacía en pensar que
traicionaría a Jacqueline, pues se sentía insultada al ver que Jacqueline despreciaba aquella
condición de esclava marcada y azotada, de la que O tan orgullosa se sentía.
O nunca había estado en el Mediodía. El cielo azul y fijo, el mar que apenas se movía, los
pinos inmóviles bajo el sol, todo le pareció hostil y mineral.
—No son árboles de verdad —decía tristemente mirando los aromáticos bosques llenos de
jaras y madroños, en los que todas las piedras y hasta los líquenes estaban tibios al tacto.
—El mar no huele a mar —decía también.