— ¿No la había atado nunca?
—Nunca.
— ¿Ni azotado?
—Tampoco. Precisamente...
El que respondía era su amante.
—Precisamente —dijo la otra voz—. Si la ata de vez en cuando, si la azota un poco y le
gusta, eso no. Lo que hace falta es superar ese momento en el que ella sienta placer, para
obtener las lágrimas.
Entonces levantaron a O e iban a desatarla, seguramente para atarla a algún poste o a la
pared, cuando uno dijo que quería tomarla primero y en seguida. Volvieron a ponerla de
rodillas, pero esta vez con el busto descansando en un taburete bajo, siempre con las manos
a la espalda y los riñones más altos que el torso y uno de los hombres, sujetándola por las
caderas, se le hundió en el vientre. Después cedió el puesto a otro. El tercero quiso abrirse
camino por la parte más estrecha y, forzándola bruscamente, la hizo gritar. Cuando la soltó,
dolorida y llorando bajo la venda que le cubría los ojos, ella cayó al suelo. Y entonces sintió
unas rodillas junto a su cara y comprendió que tampoco su boca se salvaría. Por fin la
dejaron, tendida boca arriba sobre la caja roja, delante del fuego. Oyó a los hombres llenar
copas, beber y levantarse de los sillones. Echaron más leños al fuego. Bruscamente, le
quitaron la venda. La gran pieza, con las paredes cubiertas de libros, estaba débilmente
iluminada por una lámpara colocada sobre una consola y por el resplandor del fuego recién
avivado. Dos de los hombres fumaban, de pie. Otro estaba sentado, con una fusta sobre las
rodillas y el que se inclinaba sobre ella y le acariciaba el seno era su amante. Pero la habían
tomado los cuatro y ella no lo distinguió de los demás.
Le explicaron que sería siempre así mientras estuviera en el castillo, que vería el rostro de
los que la violarían y atormentarían pero nunca, de noche, y que no sabría quiénes eran
los responsables de lo peor. Que lo mismo ocurriría cuando la azotaran, pero que ellos
querían que se viera azotada y que la primera vez no le pondrían la venda pero, en cambio,
ellos se encapucharían y no podría distinguirlos. Su amante la levantó y la hizo sentarse,
envuelta en su capa roja, en el brazo de una butaca situa da en el ángulo de la chimenea, para
que escuchara lo que tenían que decirle y viera lo que quer ían enseñarle. Ella seguía con
las manos a la espalda. Le enseñaron la fusta, que era negra, larga y fina, de bambú
forrado de cuero, como las que se ven en las vitrinas de los grandes guarnicioneros; el
látigo de cuero que llevaba colgado de la cintura el primer hombre que había visto era largo
y estaba formado por seis correas terminadas en un nudo; había un tercer azote de cuerdas
bastante finas, rematadas por varios nudos y muy rígidas, como si las hubieran sumergido
en agua, cosa que habían hecho, como pudo comprobar, pues con él le acariciaron el vientre,
abriéndole los muslos, para que pudiera sentir en la suave piel interior lo húmedas y frías