que estaban las cuerdas. Encima de la consola había llaves y cadenas de acero. A media altura, a lo largo de una de las paredes de la biblioteca, discurría una galería sostenida por dos
pilares. En uno de ellos estaba incrustado un gancho, a una altura que un hombre podía
alcanzar poniéndose sobre las puntas de los pies y levantando el brazo. Explicaron a O, a
quien su amante había tomado entre sus brazos con una mano bajo los hombros y la otra en
el hueco del vientre, y que la quemaba, para obligarla a desfallecer, le explica ron que no
le soltarían las manos más que para atarla al poste por las pulseras y con ayuda de una de
las cadenitas de acero. Que, salvo las manos, que tendría atadas y alzadas sobre la cabeza,
podría mover todo el cuerpo y ver venir los golpes. Que, en principio, no le azotarían más que
las caderas y los muslos, es decir, de la cintura a las rodillas, tal como había sido preparada
en el coche que la trajo, cuando la obligaron a sentarse desnuda. Pero uno de los cuatro
hombres presentes, probablemente querría marcarle los muslos con la fusta que deja unas
hermosas rayas en la piel, largas, profundas y duraderas. Todo no le sería infligido a la vez y
tendría tiempo de gritar, debatirse y llorar. La dejarían respirar, pero, cuando hubiera
recobrado el aliento, volverían a empezar y juzgarían los resultados no por sus gritos ni por
sus lágrimas, sino por las huellas más o menos profundas y duraderas, que los látigos le
dejaran en la piel. Le hicieron observar que este sistema de juzgar la eficacia del látigo,
además de ser justo hacía inútiles las tentativas de las víctimas de despertar la compasión
exagerando sus lamentos. El látigo también podía ser aplicado fuera de los muros del castillo,
al aire libre en el parque, como solía suceder, en cualquier apartamento o habitación de
hotel, con la condición, eso sí, de utilizar una buena mordaza (como la que le mostraron
inmediatamente) que no deja libertad más que al llanto, ahoga todos los gritos y permite
apenas un gemido.
Pero aquella noche no la utilizarían; todo lo contrario. Querían oírla gritar y cuanto
antes, mejor. El orgullo que la hacía resistir y callar no duró mucho tiempo: hasta la oyeron
suplicar que la desataran, que la dejaran descansar un instante, uno sólo. Ella se retorcía con
tanto frenesí para escapar al mordisco de las correas que casi giraba sobre sí misma, pues
la cadena que la sujetaba al poste, aunque sólida, era un poco holgada, de manera que recibía
tantos golpes en el vientre y en la parte delantera de los muslos como en los gl úteos. Después
de una breve pausa, se decidió no reanudar los azotes sino después de haberle atado al
poste por la cintura, con una cuerda. Dado que la apretaron con fuerza, para fijar bien el
cuerpo al poste por su mitad, el torso tuvo que vencerse hacia un lado, lo cual hizo salir la
cadera contraria. A partir de este momento, los golpes no se desviaron ya más que
deliberadamente. En vista de la manera en que su amante la había entregado, O habría
podido imaginar que apelar a su piedad era el mejor me dio de conseguir que él redoblara
su crueldad, por el placer que le producía arrancarle o hacer que los otros le arrancaran estos
indudables testimonios de su poder. Y, efectivamente, él fue el primero en observar que el