látigo de cuero que la había hecho gemir al principio, la marcaba mucho menos que la
cuerda mojada y la fusta, por lo que se podía prolongar el castigo y reanudarlo a placer. Pidió
que no se utilizara más que éste. Entretanto, aquel de los cuatro al que no gustaban las
mujeres más que por lo que tenían en común con los hombres, seducido por aquella grupa,
tensa bajo la cuerda atada a la cintura y que, al tratar de hurtarse al golpe no hacía sino
ofrecerse mejor, pidió una pausa para aprovecharse, separó sus dos partes que ardían bajo
sus manos y penetró en ella no sin dificultad, comentando que habría que hacer aquel paso
más cómodo. Le dijeron que era factible y que se buscarían los medios.
Cuando desataron a la joven, casi desvanecida bajo su manto rojo» antes de hacerla
acompañar a la celda que debía ocupar, la hicieron sentar en un butacón al lado del fuego
para que escuchara las reglas que debería observar durante su estancia en el castillo y
cuando saliera de él (aunque sin recobrar por ello la libertad) y llamaron a las que hacían las
veces de sirvientas. Las dos jóvenes que la recibieron a su llegada trajeron lo necesario para
vestirla y para que la reconocieran los que habían sido huéspedes del castillo antes de que
ella llegara o que lo fueran después de que ella se hubiera marchado. El vestido era parecido
al que llevaban ellas: sobre un corselete muy ajustado y armado con ballenas y una enagua de
lino almidonado, un vestido de falda larga cuyo cuerpo dejaba casi al descubierto los senos,
levantados por el corselete y apenas velados por un encaje. La enagua era blanca, el corselete
y el vestido de satén verde agua y el encaje, blanco. Cuando O estuvo vestida y hubo vuelto a
su butaca junto al fuego, más pálida que antes con su vestido pálido, las dos mujeres, que
no habían dicho palabra, se fueron. Uno de los cuatro hombres detuvo a una al paso, hizo a
la otra seña de que esperase y llevando hacia O a la que había parado, le hizo dar media
vuelta, cogiéndola por la cintura con una mano y con la otra levantándole las faldas para
mostrar a O lo práctico que era aquel traje, dijo, y lo bien concebido que estaba, pues la
falda se podía levantar y sujetar con un simple cinturón, dejando libre acceso a lo que así
se descubría. Por cierto, a menudo se hacía circular por el castillo y por el parque a las
mujeres así arregladas, o bien por delante, igualmente hasta la cintura. Se ordenó a la
mujer que hiciera a O una demostración de cómo tenía que sujetarse la falda: enrollada en un
cinturón (como un mechón de pelo en un bigudí) por delante, para dejar libre el vientre o
por detrás, para liberar el dorso. En uno y otro caso, la enagua y la falda caían en cascada
en grandes pliegues diagonales. Al