Literatura BDSM Historia de O | Page 11

látigo de cuero que la había hecho gemir al principio, la marcaba mucho menos que la cuerda mojada y la fusta, por lo que se podía prolongar el castigo y reanudarlo a placer. Pidió que no se utilizara más que éste. Entretanto, aquel de los cuatro al que no gustaban las mujeres más que por lo que tenían en común con los hombres, seducido por aquella grupa, tensa bajo la cuerda atada a la cintura y que, al tratar de hurtarse al golpe no hacía sino ofrecerse mejor, pidió una pausa para aprovecharse, separó sus dos partes que ardían bajo sus manos y penetró en ella no sin dificultad, comentando que habría que hacer aquel paso más cómodo. Le dijeron que era factible y que se buscarían los medios. Cuando desataron a la joven, casi desvanecida bajo su manto rojo» antes de hacerla acompañar a la celda que debía ocupar, la hicieron sentar en un butacón al lado del fuego para que escuchara las reglas que debería observar durante su estancia en el castillo y cuando saliera de él (aunque sin recobrar por ello la libertad) y llamaron a las que hacían las veces de sirvientas. Las dos jóvenes que la recibieron a su llegada trajeron lo necesario para vestirla y para que la reconocieran los que habían sido huéspedes del castillo antes de que ella llegara o que lo fueran después de que ella se hubiera marchado. El vestido era parecido al que llevaban ellas: sobre un corselete muy ajustado y armado con ballenas y una enagua de lino almidonado, un vestido de falda larga cuyo cuerpo dejaba casi al descubierto los senos, levantados por el corselete y apenas velados por un encaje. La enagua era blanca, el corselete y el vestido de satén verde agua y el encaje, blanco. Cuando O estuvo vestida y hubo vuelto a su butaca junto al fuego, más pálida que antes con su vestido pálido, las dos mujeres, que no habían dicho palabra, se fueron. Uno de los cuatro hombres detuvo a una al paso, hizo a la otra seña de que esperase y llevando hacia O a la que había parado, le hizo dar media vuelta, cogiéndola por la cintura con una mano y con la otra levantándole las faldas para mostrar a O lo práctico que era aquel traje, dijo, y lo bien concebido que estaba, pues la falda se podía levantar y sujetar con un simple cinturón, dejando libre acceso a lo que así se descubría. Por cierto, a menudo se hacía circular por el castillo y por el parque a las mujeres así arregladas, o bien por delante, igualmente hasta la cintura. Se ordenó a la mujer que hiciera a O una demostración de cómo tenía que sujetarse la falda: enrollada en un cinturón (como un mechón de pelo en un bigudí) por delante, para dejar libre el vientre o por detrás, para liberar el dorso. En uno y otro caso, la enagua y la falda caían en cascada en grandes pliegues diagonales. Al