entregarte. Tus manos no te pertenecen, ni tus senos, ni mucho menos ninguno de los
orificios de tu cuerpo que nosotros podemos escudriñar y en los que podemos penetrar a
placer. A modo de señal, para que tengas constantemente presente que has perdido el
derecho a rehusarte, en nuestra presencia, nunca cerrarás los labios del todo, ni cruzarás las
piernas, ni juntarás las rodillas (como habrás observado que se te ha prohibido hacer desde
que llegaste), lo que indicará a tus ojos y a los nuestros que tu boca, tu vientre y tu dorso
están abiertos para nosotros. En presencia nuestra, nunca tocarás tus senos: el corsé los
levanta para indicar que nos pertenecen. Durante el día, estarás vestida, levantarás la falda si
se te ordena y podrá utilizarte quien quiera a cara descubierta —y como quiera— pero sin
hacer uso del látigo. El látigo no te será aplicado más que entre la puesta y la salida del sol.
Pero, además del castigo que te imponga quien lo desee, serás castigada por la noche por
las faltas que hayas cometido durante el día: es decir, por haberte mostrado poco
complaciente o mirado a la cara a quien te hable o te posea: a nosotros nunca debes
mirarnos a la cara. Si el traje que usamos por la noche deja el sexo al descubierto no es por
comodidad, que también podría obtenerse de otra manera, sino por insolencia, para que tus
ojos se fijen en él y no en otra parte, para que aprendas que éste es tu amo, al cual están
destinados, ante todo, tus labios. Durante el día, en el que nosotros usamos traje corriente y
tú, el que ahora llevas, observarás la misma norma y no tendrás más trabajo, si se te requiere,
que el de abrirte la ropa, que volverás a cerrar cuando hayamos terminado contigo. Además,
por la noche, para honrarnos, no tendrás más que los labios y la separación de los muslos,
pues tendrás las manos atadas a la espalda y estarás desnuda como cuando te trajeron; no se
te vendarán los ojos más que para maltratarte y ahora que ya has visto cómo se te azota,
para azotarte. A este respecto, si conviene que te acostumbres al látigo, ya que mientras estés
aquí se te aplicará a diario, ello no es menos para nuestro placer que para tu instrucción.
Tanto es así que las noches en las que nadie te requiera, el criado encargado de este
menester te administrará, en la soledad de tu celda, los latigazos que nosotros no tengamos
ganas de darte. Y es que, por este medio, al igual que por el de la cadena que, sujeta a la
anilla del collar, te mantendrá amarrada a la cama varias horas al día, no se trata de hacerte
sentir dolor, gritar ni derramar lágrimas, sino, a través de este dolor, recordarte que estás
sometida a algo que está fuera de ti. Cuando salgas de aquí, llevarás en el dedo anular un
anillo de hierro que te distinguirá: entonces habrás aprendido a obedecer a los que lleven el
mismo emblema; al verlo, ellos sabrán que estás siempre desnuda bajo tu falda, por más
correcto y discreto que sea tu traje, y que lo estás para ellos. Los que te encuentren rebelde
volverán a traerte aquí. Ahora te llevarán a tu celda.
Mientras el hombre hablaba a O, las dos mujeres que habían ido a vestirla
permanecieron de pie a uno y otro lado del poste en el que ella hab ía sido flagelada, pero
sin tocarlo, como si las asustara, o lo tuvieran prohibido (que era lo más probable); cuando él