En La Perouse, en un minúsculo reservado del segundo piso, en el que los personajes
estilo Watteau de las paredes, de colores pálidos y un poco borrosos, parecían actores de
teatro de muñecas, O fue colocada en el diván, sola, con uno de los amigos de Sir Stephen a
su derecha y el otro a su izquierda, en sendos sillones, y Sir Stephen, enfrente. A uno de los
hombres lo había visto en Roissy, pero no recordaba haberle pertenecido. El otro era un
muchacho alto, pelirrojo, de ojos grises, que no tendría ni veinticinco años. Sir Stephen, en dos
palabras, les dijo por qué había invitado a O y lo que ella era. Una vez más, al escucharle,
O se asombró de la brutalidad de su lenguaje. Pero, ¿cómo quería ella que la llamara sino
puta, si, en presencia de tres hombres, sin contar a los camareros que entraban y salían,
pues la comida no había terminado, consentía en abrirse el cuerpo del vestido para mostrar
los senos, con la punta maquillada y cruzados por marcas violáceas de la fusta? La comida
fue muy larga y los dos ingleses bebieron mucho. A la hora del café, cuando sirvieron los
licores, Sir Stephen apartó la mesa y, después de levantar la falda de O para que sus amigos
vieran cómo la había taladrado y marcado, la dejó con ellos. El hombre que había conocido
en Roissy acabó en seguida. Sin levantarse del sillón ni tocarla, le ordenó que se arrodillara
ante él, le tomara el miembro entre las manos y se lo acariciara hasta que él pudiera derramarse en su boca. Después, la obligó a abrocharle y se fue. Pero el joven pelirrojo,
trastornado por la sumisión de O, las anillas y las laceraciones que había visto en su
cuerpo, en lugar de abalanzarse sobre ella como O esperaba, la tomó por la mano, le hizo
bajar la escalera sin una mirada siquiera a las sonrisas burlonas de los camareros y la
llevó en taxi a su hotel. No la dejó marchar hasta la noche, después de haberle surcado
frenéticamente el vientre y el dorso, que dejó magullados, por lo ancho y rígido que era,
enloquecido por la posibilidad que se le ofrecía por primera vez en su vida de penetrar en una
mujer doblemente y de hacerse besar por ella del modo que acababa de presenciar (algo
que él nunca se había atrevido a pedir a nadie). Al día siguiente, a las dos, cuando O llegó
a casa de Sir Stephen, que la había mandado llamar, lo encontró con cara triste y envejecido.
—O, Eric se ha enamorado locamente de ti —le dijo—. Esta mañana ha venido a
suplicarme que te dé la libertad y a decirme que quiere casarse contigo. Quiere salvarte.
Ya ves lo que te hago si eres mía, O, y si eres mía no puedes negarte, pero ya sabes que en
todo momento puedes negarte a ser mía. Así se lo he dicho. Volverá a las tres.
O se echó a reír.
— ¿No es ya un poco tarde para eso? —preguntó—. Los dos están locos. Si Eric no
hubiera venido esta mañana, ¿qué habríamos hecho usted y yo esta tarde? ¿Habríamos
salido a pasear? Pues vámonos a pasear. ¿O usted no me habría llamado? Entonces me
marcho...
—No —dijo Sir Stephen—; te hubiera llamado, O, pero no para salir a pasear.
Quería...
—Siga.