Literatura BDSM Historia de O | Seite 86

máxime, dado que él la tuteaba y ella le hablaba de usted. Solos los dos en París, paseando por las calles y mirando escaparates, o por los muelles polvorientos por falta de lluvia, veían sin asombro que los que se cruzaban con ellos les sonreían como se sonríe a las personas felices. A veces, Sir Stephen la atraía hacia un portal oscuro con olor a sótano para besarla y decirle que la quería. O hundía sus altos tacones en la parte baja de la puerta. Al fondo, se veía un patio de vecindad con ropa tendida en los balcones. En uno de ellos, una muchacha rubia los miraba fijamente. Un gato se les paseaba entre las piernas. Pasearon por los Gobelins, por Saint-Marcel, calle Mouffetard, el Temple y la Bastilla. Un día, Sir Stephen, bruscamente, la hizo entrar en un mísero hotel de paso en el que el conserje, al principio, quería hacerles llenar la ficha y luego les dijo que para una hora no valía la pena. El papel de la habitación era azul con grandes peonías doradas, la ventana daba a un patio interior que olía a basura. Por débil que fuera la bombilla de la cabecera de la cama, se veían sobre el mármol de la chimenea un poco de polvo de arroz volcado y unas horquillas. En el techo, encima de la cama, un gran espejo. Una sola vez, Sir Stephen invitó a almorzar con O a dos compatriotas que estaban de paso. Fue a buscarla una hora antes de lo acordado, al muelle Béthune, en lugar de esperarla en su casa. O estaba bañada, pero no peinada, ni maquillada, ni vestida. Vio, sorprendida, que Sir Stephen traía en la mano una bolsa de palos de golf. Pero la sorpresa pasó pronto: Sir Stephen le dijo que abriera la bolsa. Dentro había varias fustas de cuero, dos de cuero rojo bastante gruesas, dos muy finas y largas de cuero negro, un látigo de flagelante con tres largas correas de cuero verde, rizadas en el extremo, otro látigo con cordones anudados, un látigo de perro formado por una gruesa correa de cuero con el mango trenzado, brazaletes de cuero como los de Roissy y cuerdas. O lo dispuso todo, bien ordenado, encima de la cama. Por mucha costumbre o firmeza que tuviera, estaba temblando. Sir Stephen la abrazó: — ¿Qué prefieres, O? —le preguntó. Pero ella casi no podía hablar y sentía que el sudor le corría por las axilas. — ¿Qué prefieres? —insistió él—. Está bien, aunque no quieras hablar, me ayudarás. Le pidió clavos y, después de buscar la manera de cruzar látigos y fustas para formar una decoración, indicó a O que el tablero de madera adosado a la pared entre el espejo y la chimenea, frente a la cama, sería el sitio más indicado para colocarlos. Puso los clavos. Los látigos y las fustas tenían anillas en el extremo del mango por las que podían colgarse con facilidad. Con los látigos, las fustas, los brazaletes y las cuerdas, O tendr ía así, frente a su cama, la panoplia completa de sus instrumentos de tortura. Era una hermosa panoplia, tan armoniosa como la rueda y las tenazas que se ven en los cuadros que representan a santa Catalina mártir, como el martillo, los clavos, la corona de espinas y el flagelo de los cuadros de la Pasión. Cuando volviera Jacqueline... Precisamente, se trataba de Jacqueline. Había que responder a la pregunta de Sir Stephen. O no podía hacerlo. Él mismo tuvo que elegir y eligió el látigo para perros.