tenían que aplicarle el hierro, oyó el silbido de una llama y, en silencio absoluto, una
ventana que se cerraba. Hubiera podido volver la cabeza y mirar. No tenía fuerzas. Un dolor
insoportable la traspasó, lanzándola contra las ligaduras, rígida y chillando, y nunca supo
quién le había hundido en la carne de las nalgas los dos hierros candentes a la vez, qué voz
fue la que, lentamente, contó hasta cinco, ni quién dio la señal para que se los retiraran.
Cuando la desataron, cayó en los brazos de Anne-Marie y, antes de que todo acabara de dar
vueltas a su alrededor y se oscureciera, antes de perder el conocimiento, aún tuvo tiempo de
entrever, entre dos oleadas de noche, el rostro lívido de Sir Stephen.
Sir Stephen llevó a O a París diez días antes del final de julio. Los hierros ]YB