Había oído abrirse la puerta: Sir Stephen había llegado.
—Ven, O —le dijo Yvonne—. Él te espera.
El sol estaba ya muy alto, ni un soplo de aire movía las hojas del haya: parecía un árbol
de cobre. El perro, abrumado por el calor, yacía al pie del árbol y como el sol no estaba
todavía detrás de la zona más espesa de su copa, se filtraba a trav és de la única rama que
a aquella hora proyectaba sombra sobre la mesa: la piedra estaba sembrada de manchas
claras y tibias. Sir Stephen se hallaba de pie, inmóvil, al lado de la mesa, y Anne-Marie, sentada,
junto a él.
—Aquí la tiene —dijo Anne-Marie cuando Yvonne hubo conducido a O hasta donde él
estaba—. Los anillos pueden colocarse cuando usted quiera. Ya ha sido taladrada.
Sin responder, Sir Stephen atrajo a O hacia sí, la besó en la boca y, levantándola en vilo,
la depositó sobre la mesa y se quedó inclinado sobre ella.
Volvió a besarla, le acarició las cejas y el cabello y dijo a Anne-Marie, irguiéndose:
—Ahora mismo, si no tiene inconveniente.
Anne-Marie abrió la caja de cuero que estaba sobre un sillón y entregó a Sir Stephen las
anillas abiertas que llevaban los nombres de O y de él.
—Adelante —dijo Sir Stephen.
Yvonne le levantó las rodillas y O sintió en la carne el frío del metal que Anne-Marie
introducía en ella. En el momento de insertar la segunda parte de la anilla, Anne-Marie
procuró que la cara con la incrustación de oro quedara contra el muslo y la otra cara hacia el
interior. Pero el resorte era tan duro que los hierros no se engarzaban. Hubo que enviar a
Yvonne a buscar un martillo. Entonces enderezaron a O y la colocaron, con las piernas
separadas, sobre el reborde de piedra, que hizo las veces de yunque, en el que,
alternativamente, apoyaron el extremo de cada eslabón y golpearon sobre el otro extremo para
remacharlos. Sir Stephen miraba sin decir palabra. Cuando terminó la operación, dio las
gracias a Anne-Marie y ayudó a O a ponerse en pie. Ella advirtió entonces que estos hierros
eran mucho más pesados que los que llevara provisionalmente los días anteriores. Pero éstos
eran definitivos.
—Ahora la marca, ¿verdad? —dijo Anne-Marie a Sir Stephen.
Él movió afirmativamente la cabeza y sujetó por la cintura a O, que se tambaleaba. Ahora
no llevaba el corselete negro, pero éste la había comprimido tan bien que parecía que iba a
romperse, de tan esbelta. Las caderas parecían más redondeadas y lo senos más
abultados. En la sala de música, a la que, siguiendo a Anne-Marie y a Yvonne, Sir Stephen llevó
a O casi en volandas, estaban Claire y Colette, sentadas en el estrado. Al verles entrar, se
levantaron. Sobre el estrado, había un gran hornillo redondo con una boca. Anne-Marie sacó
las correas del armario y mandó atar fuertemente a O por la cintura y las corvas, con el
vientre aplastado contra una de las columnas. Le ataron también las manos y los pies.
Aturdida por el miedo, sintió que la mano de Anne-Marie señalaba el lugar de sus nalgas donde