levantar el camisón de punto de nilón blanco, pero no se lo quitaba. Ni el placer que pudiera
haber experimentado durante la noche ni su elección de la víspera influían sobre la decisión
de la tarde, que siempre se echaba a suertes. A las tres, bajo el haya p úrpura a cuya sombra
se agrupaban las butacas de jardín en torno a una mesa redonda de piedra blanca, AnneMarie sacaba la copa con los dados. Cada muchacha tomaba un dado. La que sacaba el
número más bajo era llevada a la sala de música y atada al estrado como lo fuera O (quien
estaba eximida hasta su marcha). La muchacha debía entonces designar la mano derecha o la
mano izquierda de Anne-Marie en la que ésta tenía una bola blanca o una bola negra, al
azar. Negra, la muchacha era azotada; blanca, no lo era. Anne-Marie nunca hacía trampas, ni
aunque el azar condenara o liberara a la misma muchacha durante varios días seguidos. Así, el
suplicio de la pequeña Yvonne, que lloraba llamando a su amante, fue repetido cuatro
días. Sus muslos, veteados de verde como su pecho, se unían a lo largo de una franja de
carne sonrosada, perforada por la gruesa anilla de hierro que resultaba tanto más
impresionante por cuanto que Yvonne estaba completamente depilada.
—Pero, ¿por qué? —preguntó O—. ¿Y por qué la anilla, si el disco lo llevas en el
collar?
—Dice que depilada estoy más desnuda. La anilla me parece que es para atarme.
Los ojos verdes .de Yvonne y su rostro pequeño y triangular le recordaban a Jacqueline.
¿Iría Jacqueline a Roissy? Algún día pasaría por aquella casa y sería atada al estrado.
«No quiero —se decía O—, no quiero y no haré nada para traerla. Demasiado le he dicho
ya. Jacqueline no está hecha para ser golpeada ni marcada.»
Pero ¡qué bien le iban a Yvonne los hierros y los golpes! ¡Qué grato su sudor y qué dulce
hacerla gemir! Porque Anne-Marie, en dos ocasiones y sólo cuando se trataba de Yvonne, le
había dado el látigo a O, ordenándole que la golpeara. La primera vez, O vaciló. Al primer
grito de Yvonne, retrocedió; pero cuando volvió a golpearla e Yvonne gritó de nuevo, con más
fuerza, sintió que un placer terrible la embargaba, tan intenso que se reía a pesar suyo y
tenía que dominarse para espaciar los golpes y no acelerar el ritmo. Después se había
quedado cerca de Yvonne todo el tiempo que ésta había permanecido atada, besándola de vez
en cuando. Sin duda, en cierto modo se parecía a ella. Por lo menos, eso creía Anne-Marie, a
juzgar por su actitud. ¿Era el silencio de O, su docilidad, lo que la tentaba? Apenas se
cicatrizaron las heridas de O, le dijo:
— ¡Cuánto siento no poder hacerte azotar! Cuando vuelvas... De todos modos, te abriré
todos los días.
Y todos los días, cuando desataban a la muchacha que estuviera en la sala de música, O
ocupaba su lugar hasta que sonaba la llamada para la cena. Y Anne-Marie tenía razón: era
verdad que durante aquellas dos horas no podía pensar más que en el anillo cuyo peso sentía
sobre el vientre y que pesaba mucho más ahora, con el segundo eslabón, y en que estaba
abierta. En nada que no fuera su esclavitud o las marcas de su esclavitud. Una tarde, Claire,