—Dentro de un momento te perforaré a ti, O —dijo Anne-Marie—. No es nada, lo que
cuesta más tiempo es poner las grapas para suturar la epider mis de encima con la mucosa de
debajo. Es menos doloroso que el látigo.
— ¿Sin dormirme? —exclamó O temblando.
—Eso jamás —respondió Anne-Marie—. Sólo te ataremos un poco más fuerte que ayer.
Es suficiente. Vamos.
Ocho días después Anne-Marie quitaba a O las grapas y le ponía la anilla de prueba. Por
ligero que fuera —más de lo que parecía, pues estaba hueco—, pesaba. Aquel duro metal que se
veía perfectamente penetrar en la carne, parecía un instrumento de tortura. ¿Qué sería
cuando le pusieran la segunda anilla, que aumentaría su peso? Aquel bárbaro aparato saltaría
a la vista.
—Desde luego —dijo Anne-Marie cuando O le hizo este comentario—. ¿Comprendes ya lo
que desea Sir Stephen? Cualquiera que, en Roissy o en cualquier otra parte, te levante la
falda, verá inmediatamente sus anillas en tu vientre y, si te hacen dar la vuelta, su marca en
tus riñones. Tal vez algún día puedas l [X\