oye nada de lo que pasa aquí. Échate.
La tomó por los hombros, la colocó sobre el fieltro rojo y la echó un poco hacia
delante. Las manos de O se aferraban al borde del estrado, donde Yvonne las sujetó a una
anilla y sus riñones quedaron en el vacío. Anne-Marie le obligó a doblar las rodillas sobre
el pecho y después O sintió que le tensaban las piernas: unas correas enganchadas a los
tobillos las sujetaban a las columnas por encima de su cabeza, de tal manera que lo único
que se veía de su cuerpo era el surco de su vientre y sus nalgas abiertas. Anne-Marie le
acarició el interior de los muslos.
—Es la parte del cuerpo en la que la piel es más fina —dijo—. No hay que estropearla. Ten
cuidado, Colette.
Colette estaba encima de ella, con un pie a cada lado de su cintura, y, en el puente que
formaban sus piernas morenas, O veía los cordones del látigo que tenía en la mano. A