servirse de ti. Necesito saberlo.
Asía a O por el vientre y O no podía responder. Dos de las muchachas se habían sentado en
el suelo. La tercera, una morena, a los pies de la tumbona de Anne-Marie.
—Tumbadla —ordenó Anne-Marie a las muchachas—. Quiero verla bien.
O fue derribada y las dos muchachas la entreabrieron.
—Es evidente —dijo Anne-Marie—. No hace falta que contestes. Es en el dorso donde hay
que marcarte. Levántate. Ahora te pondremos las pulseras. Colette, trae la caja. Vamos a
echar a suertes quién tiene que azotarte. Colette traerá las fichas. Después iremos a la sala de
música.
Colette era la más alta de las dos muchachas morenas. La otra se llamaba Claire y la
pequeña pelirroja, Yvonne. O no se había fijado en que todas llevaban, como en Roissy, una
gargantilla y pulseras de cuero en las muñecas y también en los tobillos. Cuando Yvonne le
hubo puesto las pulseras de su medida, Anne-Marie entregó a O cuatro fichas y le dijo que
entregara una a cada una de ellas sin mirar el número que tenían grabado. O distribuyó las
fichas. Las tres muchachas las miraron sin decir nada, esperando que hablara Anne-Marie.
—Tengo el dos —dijo Anne-Marie—. ¿Quién tiene el uno?
Lo tenía Colette.
—Llévate a O. Es tuya.
Colette cogió los brazos de O y le unió las muñecas a la espalda con ayuda de las anillas.
Luego la empujó ante ella. En el umbral de una puertaventana que se abría a un ala
perpendicular a la fachada principal, Yvonne, que las precedía, le quitó las sandalias a O. La
puerta-ventana iluminaba una habitación cuyo lecho formaba como una especie de rotonda
elevada. La cúpula, apenas esbozada, estaba sostenida al principio del arco por dos estrechas
columnas, situadas a dos metros una de otra. El estrado, elevado sobre cuatro escalones, se
prolongaba entre las columnas en un saliente redondeado. El suelo de la rotonda, al igual
que el del resto de la habitación, estaba cubierto por una alfombra de fieltro rojo. Las
paredes eran blancas, las cortinas de las ventanas, rojas, y los divanes dispuestos en
derredor de la rotonda, rojos como la alfombra. En la parte rectangular de la sala, más
ancha que profunda, había una chimenea y, frente a la chimenea, un gran aparato de radio
con tocadiscos y estanterías de discos a cada lado. Por eso la llamaban la sala de música. Por
una puerta situada cerca de la chimenea, comunicaba directamente con la habitación de
Anne-Marie. La puerta simétrica era de un armario. No había más muebles que los divanes y
el tocadiscos. Mientras Colette hacía sentar a O en el reborde del estrado que en su parte
central estaba cortado a pico, pues las escaleras quedaban a derecha e izquierda de las
columnas, las otras dos muchachas cerraban la puerta-ventana, después de haber entornado las
persianas. O advirtió entonces con sorpresa que la puerta-ventana era doble y Anne-Marie le
dijo riendo:
—Es para que no se oigan tus gritos. Las paredes están forradas de corcho. Fuera no se